He estado en el mercadillo que todos los jueves hay en mi ciudad. Y ha sido como un mercado de flores, un acercarse al gran puesto floral donde se vendían siemprevivas, claveles, margaritas, crisantemos y otras flores para los muertos.

Unas flores para nadie, pero nos dolería que fuera así, y los ramos de esas flores son para el recuerdo de los seres queridos, que siempre son más queridos cuando ya no están. Yo no voy a llevarle flores a nadie, pero voy a respetar, a querer, a comprender, si hace falta, con lágrimas a quienes llevan flores al cementerio para ponerlas junto al farol, cerca de la descolorida fotografía del padre, de la madre, del hermano, del hijo que ya no está. Cómo no comprenderlo, cómo no sentirlo, cómo no llorarlo, arrodillado quizás enfrente a una lápida, donde lloran también las lucecillas pálidas de las velas, de los cirios, donde se mustian ensimismados, casi trágicamente los pétalos de las flores. Yo, a mis sesenta y un años, tengo, es un decir, en el cementerio del pueblo a mis abuelos, y de familiares, por ahora, a nadie más. Pero ya estaremos, es decir, no estaremos, todos, no estaremos nadie, y estarán sólo las flores y los faroles, y el fúnebre tocar de las campanas, como las que sonaban cuando don Juan Tenorio, preguntaba por quién tocaban, y aún le quedaba el último grano en el reloj de la vida. Viviremos, mientras tanto, aunque sea para llorar junto a los tristes crisantemos, y los pálidos cirios derretidos en un nicho del camposanto, por estos días.