Confieso que las fotografías antiguas me ponen los pelos de punta. Nunca he comprendido la magia fotográfica, ese retener de paisajes y personajes, esa paralización del tiempo. Miro mi álbum y no sé cómo voy a explicarles a mis hijos que la esquina en la que poso y la taberna que allí estaba, ni están ni son, y que esa sucursal de Caja Extremadura ni fue ni estuvo, y que ese joven con pantalón campana y raya al medio, sigue siendo la misma persona que ya no es.

En verano surge la apoteosis de las cámaras fotográficas. Salimos de viaje con ellas y regresamos con el mosaico de la felicidad dentro de ellas. Retratos, poses, paisajes, zambullidas, sonrisas cerveceras, niños embutidos en flotadores, parques temáticos en planos generales, planos generales de bosques, playas, incendios y atascos. Mosaicos de la felicidad, lo único que podemos retener después de ¿vivir? Fantasmas que jamás volveremos a mirar después de la precipitada sesión postvacacional con los amigos y la familia. Fantasmas que volverán a sonreírnos con sus dientes de mar, de árboles, de seres vivos, cuando en la nostalgia y desde la nostalgia acudamos a ellos para comprobar quiénes eran, quiénes éramos. Fantasmas que poco a poco van desapareciendo, al compás del tiempo, al ritmo del papel que se degrada, de la vida que se diluye y de los recuerdos que afloran con fuerza para chocar irremediablemente con una realidad desenfocada.

Volveremos a llenar nuestras maletas con esos pedazos de dicha y volveremos a comprobar su ineficacia en las tardes de lluvia y silencio. No se puede retener una ola eternamente. No se puede guardar una brisa en el fondo del ropero junto al membrillo mustio de lo cotidiano.

*Dramaturgo