Aunque el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, haya tachado de "pírrica" la victoria del no en el referendo celebrado el domingo, lo cierto es que el frenazo a la reforma constitucional que proponía cohesiona a la oposición en la misma medida en que desconcierta a los afectos a la llamada revolución bolivariana. El propio Chávez ha reconocido que más de tres millones de electores que le votaron en las últimas presidenciales, esta vez se han quedado en casa o han engrosado las filas aún relativamente modestas de la disidencia chavista, alarmada ante el peligro cesarista que anida en los cambios que promueve el presidente. Y a pesar de mantener su proyecto de reforma y de comprometerse a llevarlo a la práctica por vías que no se conocen, es indudable que la libertad de movimientos del presidente será menor a partir de ahora, a no ser que se impongan los partidarios del poder duro frente a los posibilistas.

Pero deducir que Chávez es desde el domingo una figura en declive en un país empobrecido por decenios de corrupción, construido sobre diferencias sociales abismales, carece de fundamento. Tiene a su disposición todos los resortes para sacar partido de un petróleo por las nubes y utilizar la propensión de sus oponentes a enzarzarse en luchas intestinas que forman parte de la tradición política venezolana. Cuenta, además, con una base social inasequible al desaliento y con vocación de resistencia. Quizá por esta razón, frente a la satisfacción más o menos contenida de los gobernantes de la Unión Europea y de Estados Unidos por el resultado del referendo, los inversores se han mantenido en silencio y expectantes, sabedores de que la carrera de Chávez es de fondo.