Hace un par de días, el presidente de China, Xi Jinping, volvió a poner sobre la mesa la reunificación de las dos Chinas: la República Popular China, con 1.386 millones de habitantes; y la República de China, más conocida como Taiwán, una isla de 23 millones de habitantes. Cuando parecía que del Lejano Oriente venían buenas noticias, con el acercamiento de las dos Coreas, surge la posibilidad de un conflicto de repercusiones incalculables. Qué casualidad que hace poco había hablado con Josh Tsao, un amigo taiwanés (el único que tengo) y que me preguntaba por la situación de Cataluña, que al parecer se sigue con gran interés desde Taiwán.

Josh es pesimista respecto al futuro de su isla. Al contrario que sus padres, que votan al Partido Democrático Progresista en el gobierno, que aspira a la proclamación de la independencia de Taiwán respecto a China, él apoya al conservador Kuomintang. Paradójicamente, los descendientes del dictador Chiang Kai-shek, el perdedor de la guerra civil china contra Mao Tse-Tung, apuestan ahora por mantener las mejores relaciones posibles con la China comunista. Frente al idealismo de sus padres y de una familia que sufrió la represión del dictador, Josh se muestra más pragmático y mira a la economía: aceptaría el plan chino de «un país, dos sistemas» y formar parte de una China reunificada mientras le dejaran su internet libre y su pasaporte (los taiwaneses, al contrario que los chinos, pueden viajar sin visado a Europa y EEUU).

Gracias a una beca postdoctoral (la Taiwan Fellowship) pasé en 2014 un tiempo viviendo en la antaño conocida como Isla de Formosa, que formó parte del Imperio Español, ese donde no se ponía el sol. Guardo muy buenos recuerdos de José Ramón Álvarez y José Ramos, profesores de literatura española en las universidades de Fu Jen y Tamkang, y del poeta Abel Lin, que tradujo algunos poemas míos al chino. Mis impresiones de allí las reflejé en un ‘Breve diario de Taipéi’, publicado en la revista Clarín. En él hablaba de la esquizofrenia consustancial a este país respecto a China: salvo la ínfima minoría aborigen, los taiwaneses descienden de los chinos que se refugiaron en la isla tras la victoria del comunismo. Culturalmente son chinos, y hasta hace poco se consideraban la verdadera China, que había mantenido sus tradiciones, incluyendo la escritura tradicional, más hermosa y complicada, frente a la simplificada que se introdujo en la China comunista precisamente para alfabetizar a las masas. El orgullo de los taiwaneses se basaba, hasta ahora, en sus mayores libertad y nivel de vida. Respecto al segundo, el auge económico chino ha igualado las cosas, pero no en lo primero. Me contaba Virginia Delgado, una cacereña que fue lectora de español en Cantón, lo pesado que se le hacía la censura en internet. Nada de eso en Taiwán, donde reina una tolerancia ejemplar. Recuerdo una escena: al pie del rascacielos Taipéi 101, un anciano con la bandera china, cantando himnos patrióticos, ante la indiferencia de los transeúntes, salvo de unos turistas chinos que le sacaban fotos. Sería impensable un taiwanés izando su bandera en Pekín.

Como expliqué a Josh, las situaciones de Cataluña y Taiwán no pueden ser más diferentes, aunque algo tienen en común: sin necesidad de proclamarla ambos tenían todas las ventajas de la independencia y ninguno de sus inconvenientes.