TAt mí, el nombre de Gabriel y Galán me huele a patatas cocidas y a piel de naranja. Era hace muchos años y era en un internado de curas a la hora de comer o cenar. No podíamos hablar y para rellenar el silencio del comedor, uno a uno, los internos, salíamos al atril a recitar poemas diversos. Había una cierta preferencia por Gabriel y Galán y El vaquerillo o El embargo me acompañaron casi tan fielmente como los chuscos de cada comida. También estaban Machado, Juan Ramón o Villaespesa, y hasta relatos de aventuras de Manu Leguineche o Miguel de la Cuadra Salcedo que publicaban en el Ya . Eran las letras, monótonas como las moscas machadianas, saltarinas como el Duero del poema, encendidas como Córdoba la llana, o imposibles como la espuma de Moguer. Eran letras masticadas, digeridas junto a esas patatas, saboreadas en un silencio que aunque impuesto, era silencio de niños que siempre se agradece. No sé si en este centenario de Gabriel y Galán, alguien habrá pensado en recitales al olor de las patatas, pero no sería una mala idea acallar games-boys, teléfonos móviles y músicas de eme pe tres, y dejar que fluyan versos entre hamburguesas y macarrones por unos instantes. Y dejar que los sonetos o las letrillas se deslicen en las cabezas infantiles para ir creando un ritmo diferente al de Antes muerta que sencilla . Muchos años después... (como la novela que así tituló otro Gabriel y Galán, mi amigo José Antonio ) y entre otros poetas felizmente descubiertos y felizmente distintos al centenario vate, hay ocasiones en las que tomo el libro que me regaló Juanito Cordero, y leo el olor de las patatas, el olor de mi infancia, el olor de las primeras letras.

*Dramaturgo y director del

Consorcio López de Ayala