A mí me gustaría darles consejos útiles, como Carmen Lomana en su libro 'El glamour inteligente'. Me encantaría poseer la frivolidad necesaria para aconsejar que no se debe tener sexo en la primera cita, de qué hablar en la mesa, cómo arreglar esta o de qué forma sacarse partido.

Consejos de los que sirven: el largo de las mangas, la forma de cruzar y descruzar las piernas, cómo ahumarse los ojos, sea lo que sea esta expresión horrible, pronunciar con naturalidad, como quien acaba de llegar de Oxford y aún no se ha repuesto de la lengua inglesa, como decía un profesor en una reunión que nos dejó estupefactos.

Disculpen mi español, dijo, acabo de regresar de Londres, como si la procedencia fuera también el límite de la capacidad lingüística. (Luego nos enteramos de que solo había estado tres semanas). Y me encantaría intercalar vintage, itgirls y cool mientras procuro no excitarme en la primera cita masticando exactamente cuatro veces cada bocado en una mesa arreglada con centro floral a juego con el largo de mis mangas.

Pero no puedo, lo juro, y mira que lo intento. La realidad, tan real la pobre, salta encima y me joroba, física y psíquicamente. Para que luego digan que las metáforas no hacen daño. Tampoco puedo aconsejarles que emprendan, pero la huida, cuanto antes. No es mi estilo. No sé qué decirles. Es primavera, por fin, y eso basta. Llenen las calles, vistan como quieran, tengan sexo en la primera cita y en todas las siguientes. No arreglen flores, déjenlas a su aire. Y no se ahúmen los ojos. Llorar con ellos ahumados deja surcos indelebles, marcas tiznadas de pobreza negra que no hacen juego con nada.