Mi hija habita la candidez. Al menos, en lo que al Derecho se refiere. El Derecho, a veces luminoso --casi divino--, a veces oscuro como los caminos del Averno. Luminoso como el Derecho Romano, triunfante fundamento de nuestro modo de entender la vida en sociedad. Glorioso. Deslumbrante. Algo así como si un dios beatífico les hubiera entregado a los hombres, míseros mortales, la herramienta suprema para discernir el bien del mal. Algo así como la loba Luperca amamantando lo mismo a senadores que a pretores.

Mi hija, estudiante de Derecho, no le tiene el respeto que le debiera tener al viejo y nutricio Derecho Romano. Mi hija, estudiante de Derecho, cree firmemente que el Derecho -el derecho positivo-- tiene respuestas exactas para cada conflicto jurídico. Siendo yo abogado, profesión a la que he dedicado muchos años de mi vida y por la que siento una rendida devoción, me consulta cuando tiene a bien, que normalmente suele ser cuando ha de resolver algún caso práctico. Mi hija, en su candidez, aún cree que para cada conflicto hay una respuesta. Solo una. Exacta, por supuesto.

Lo único que he aprendido durante mis años de ejercicio es que todo depende. Principio éste del todo depende que igualmente puede enunciarse diciendo que tal vez sí o tal vez no. Es lo único cierto cuando el justiciable busca amparo en el ordenamiento jurídico. En el nuestro y en todos los demás.

Podría contestarse a lo anterior que es el propio ordenamiento jurídico el que determina el modo y la manera en que deben interpretarse las normas a la hora de su aplicación. Lo que en la edad incierta de la candidez pudiera tranquilizarnos, pasados los años, los casos y los desastres, deja de hacerlo. Abierta la puerta a la interpretación asoman las interpretaciones miserables, interesadas y puercas.

Puedo entender que la ideología, socialista o fascista, pretenda borrar los contornos de la verdad. Transformarla. Y lo respeto. A la luz de un ideal, noble y entero, entera y noble ha de ser también la interpretación resultante. Lo puedo entender y lo respeto. Y así, dentro del debate político las interpretaciones pueden ser tantas como personas pensantes. Lo que resulta puerco es que se interprete la ley con el celo puesto en ganar ventaja, urgente y mísera, en provecho propio. Y si quien se mancha las manos en la sangre de semejante crimen es el presidente del Gobierno de España resulta especialmente repugnante.

Cataluña todavía no es independiente y todavía el Gobierno de España está al servicio de España y de su unidad. O debiera de estar. Cuando el presidente y su ministro de justicia reniegan de su misión y fuerzan la interpretación de la ley para congraciarse con los enemigos de España, por muy socios suyos que sean, provocan, al mismo tiempo, asco y tristeza.

Que la ley puede retorcerse a conveniencia es algo que mi hija, estudiante de Derecho, aún ni sabe ni cree posible siquiera. Cuando una sala del Tribunal Supremo se pasa por la faltriquera la ley y, con violencia del texto literal de la propia ley, causa una avería económica descomunal al sistema financiero, a uno se le multiplican las dudas y se le agiganta la única certeza de que todo es posible cuando se trata de interpretar las normas jurídicas; pero cuando el propio Gobierno de España interpreta la ley, despreciando los hechos probados, en contra de España, en contra incluso de los principios a los que dicen servir, entonces, uno quisiera volar allá donde habitan las leyes puras, limpias y vírgenes, huir del presente, volver a los manuales de Derecho Romano de mi juventud, conjugar de nuevo los verbos en latín y soñar otra vez en que la ley sirve a la verdad y a la justicia, cándido y feliz.