Bajaba la escalera de un edificio público. Tenía 17 años, me creía mayor e iba fumando. Tiré el cigarro cuando la puerta se abrió y vi entrar a mi padre. Nos miramos. Con la respiración contenida para no dejar salir el humo bajé los escalones. "Hola papá", dije con la voz ahogada por la falta de aire. Le di un rápido beso y salí a la calle con los pulmones y la cabeza a punto de estallarme. En casa, en el Badajoz del centro, de gruesos muros y patios entoldados, disfrutaba del frescor interior, a salvo del calor del mediodía de julio. Sonó la cerradura de la puerta y mi padre entró en casa. Tranquilo, con la cartera en la mano, pasó delante de mí al tiempo que decía: "hija, creí que eras más inteligente que yo". Ingenua, pensé que lo había burlado. Y me sentí mal por la decepción que detecté en su tono; decepcionado porque había caído en su misma trampa y porque había querido engañarlo.

Desde aquel día han pasado 42 años. Mi padre murió hace 11 de una enfermedad directamente relacionada con el consumo del tabaco, pero nunca, por más que lo intentó y por más rabia que le daba, consiguió dejarlo. Yo lo he logrado ahora. Sabía que soy como él y que no podría por mis propios medios. Me han ayudado en la unidad de desintoxicación del Infanta Cristina, y quiero dar las gracias a la doctora Márquez, Paqui-Lourdes para casi todos, por dedicar su tiempo a cuantos llegamos envueltos aún en el humo del último cigarro.

No sabía muy bien por qué había dado el paso ya que, en realidad, no quería dejarlo. De pronto pienso que ha sido por él, porque le habría gustado saber que he podido, y por borrar la decepción que detecté en su tono hace cuarenta y dos años. Esta semana he terminado el tratamiento. Deseo de verdad haberlo logrado.