Desde el Ávila, la gran ‘madre’ que vigila Caracas, la vista, me decían, era verdaderamente impactante e inquietamente sobrecogedora. La ciudad, de habitual bulliciosa, plena de olores y sabores y con el maravilloso caos controlado propio del Trópico, parecía haber desaparecido. Engullida por sí misma, se confunde en la noche en forma de continua silueta de edificios y personas. Como una gigantesca y opaca masa informe. Es la vida a oscuras.

Venezuela ha sufrido un apagón generalizado que ha durado seis días. Seis eternos días, que para muchos ha resultado desafortunadamente un final. Se calcula en una veintena de muertos las fatales consecuencias de la falta de energía eléctrica. El resto de las secuelas, económicas en su mayor parte y que tiene una difícil estimación, palidecen frente a la lucha por la vida.

Seguro que existen ejemplos en la literatura, en el cine o en la música que permitan sublimar un fallo de estas características. Como el mil veces relatado apagón de Nueva York, en el 77. Pero la realidad está lejos de blanquear los efectos devastadores de un estado fallido. Seguramente muchos de los que están leyendo esto, serían capaces de describir en detalle las consecuencias para el día a día de la casi total ausencia de suministro eléctrico. De cuantificar los sectores más afectados, los riesgos médicos y en seguridad. Y con ello, miles de variables más. Pero está claro que a todos nos recorrería un escalofrío si pensáramos en que realmente pudiera ocurrir aquí. Es nuestra confortabilidad diaria, minusvaloramos la suerte de asumir unos «mínimos vitales» que, en realidad, no son tal. De hecho, en Venezuela sólo hace diez, veinte años pensaban que algo así no era posible.

Hace sólo un lustro, un corte de estas características era impensable. Por supuesto, ya se vivían (y sufrían) determinadas carestías, o la muy aceptable molestia de vivir sin wifi un par de horas. Nada que resista una mínima comparación.

Porque, en realidad, aunque desde Europa (y por extensión, todo occidente) pretendamos vestir el debate sobre la situación de Venezuela como una continuación de nuestra propia neurosis política, todo va de supervivencia. No de otra cosa. Desde luego, no de política (muchos, absurdamente, silencian en España que dentro del movimiento de Guaidó hay partidos de izquierda). Esta muy lejos de ser una batalla por (tener) la razón. Internamente, es simple cuestión de resistencia e instinto de conservación.

En muchos países latinoamericanos, factores básicos en Europa (acceso a la sanidad, suministro eléctrico, infraestructuras de transporte) son distintivos de la pertenencia a ciertas clases sociales. O, mejor dicho: de no pertenecer a las capas más bajas de la sociedad. Y esa es la dialéctica que ya se pretende vender.

Una vez pasada la crisis, vendrá la narración de la misma. Con independencia de que cualquiera crea que el apagón está provocado por la intervención extranjera, lo cierto es que esto solo podría acontecer porque se han destruido sistemáticamente los recursos e infraestructuras del país.

Todo es más sencillo aún: es el funcionamiento de una dictadura, en la que la extracción de la riqueza ha seguido un plan que beneficiaba a unos pocos. Así son los sistemas totalitarios: te lo dan todo (y «gratis»), porque lo que piden a cambio es la dignidad personal y una adhesión inquebrantable. Con la cual corromper los cimientos de todo el sistema. Eso es hoy Venezuela.

Mientras, en nuestra pacífica campaña electoral, la número dos de Podemos considera que en nuestro país se aplica un sistema económico «incompatible con la vida». Es el mismo partido, conviene no olvidar, que ha intentado de forma sistemática defender y limpiar el régimen de Maduro.

Es curioso porque Irene Montero, como madre, ha vivido recientemente la angustiosa experiencia de ser madre de bebés prematuros. Aquí es, afortunadamente, bastante sencillo confiar en la viabilidad de esas vidas. En Venezuela, los profesionales son igual en calidad, pero palidecen en cuanto a recursos.

Sólo por eso debieran reflexionar. Yo no quiero caer en las simplezas de «mandarlos» a vivir allí. Ni de despreciar a los votantes que tengan o vayan a tener. Es una fuerza con gran representación que canalizó una justificada indignación. Pero debieran apearse de peligrosas mentiras. De buscar pretextos ideológicos.

De menoscabar los cimientos de lo que sí funciona. En caso de su apagón electoral, yo no sufriría. Y muchos, incluso entre los “suyos”, tampoco.