TCtada vez que un usuario de internet se introduce en una página web, la visita queda reflejada en el fichero de una compañía. Poco a poco, el nuevo Gran Hermano, aunque no conozca al que maneja el ordenador, conoce al dedillo sus gustos y sus intereses. Sabe, por ejemplo, si es aficionado a los viajes, si le agradan o no los cruceros, si compra billetes de avión en líneas regulares o en líneas low cost ; si alquila un coche, cuando llega a su destino, y en qué categoría de hoteles se aloja. Al cabo de un año, el Gran Hermano tiene una ficha completísima de los gustos del internauta, si visita o no portales pornográficos, y, si es así, si le interesan las webs heterosexuales u homosexuales, y, dentro de estas últimas, si predominan las masculinas o las femeninas. En los ficheros se colige si es aficionado a los automóviles, si compra o no compra por internet, y qué tipo de tarjeta de crédito maneja, amén del distrito postal del mundo en el que habita.

Investigadores de Stanford y Berkeley han rastreado los usos y abusos de los grandes portales y han descubierto de manera empírica lo que ya sospechábamos: que el espionaje y el ataque a la intimidad es una constante por dos razones: porque hay un vacío legal en la mayoría de los países, y porque esos datos se comercializan a compañías. No es casualidad que si se interesa por la moda en internet, al cabo de una semana reciba en su correo ordinario y en el electrónico catálogos procedentes de la industria de la moda.

Hasta ahora se creía que borrando las llamadas cookies del fichero de nuestro ordenador se borraban las huellas de nuestras búsquedas. Pues no. Ríase del fichero policial de las dictaduras --e incluso del de algunas democracias-- y sepa que el Gran Hermano puede que no sepa a qué hora visita el cuarto de baño, pero es posible que conozca las enfermedades que le preocupan. Un ataque salvaje al derecho a la intimidad, que no parece preocuparle a nadie, ni siquiera a nuestros hipersensibles laicos de carnet.