No exageran quienes ven al Líbano a un paso de la guerra civil después de la última demostración de fuerza en pleno Beirut del partido chií Hizbulá, protegido del gobierno de Irán, que ha ocupado el oeste de la ciudad con la ayuda del partido Amal.

La parálisis institucional --el Parlamento de ese país lleva nada menos que 18 meses sin mantener una reunión-- y la imposibilidad de elegir a un presidente del Gobierno después de seis meses de infructuosas consultas presagiaban lo peor, y el error de cálculo cometido por el Gobierno de Fuad Siniora al disponerse a neutralizar la red de telecomunicaciones de Hizbulá no ha hecho más que confirmar el realismo de los más pesimistas. Con la mayoría de los actores de la anterior guerra civil (1975-1990) comprometidos en la contienda, y un Ejército incapaz y en peligro de división, los radicales de ambos bandos parecen en mejor posición que nunca para hacerse con las riendas del conflicto.

La gran diferencia con relación a otros episodios fratricidas es la capacidad militar de Hizbulá y la influencia de su líder, Hasán Nasrala, en buena parte de la opinión pública musulmana. Aunque Estados Unidos y Francia apoyan a Siniora y sus aliados, nadie ha olvido en el Líbano que los combatientes chiís detuvieron al poderoso Ejército de Israel en verano del 2006.

Aquel episodio consagró la influencia política de los guerrilleros de Nasrala en la misma medida en que puso en evidencia la incapacidad del Ejército regular libanés de preservar su autoridad y lograr el desarme de lasmilicias, de acuerdo con una resolución de Naciones

Unidas.

Después de que el general Michel Suleimán, jefe del Ejército y frustrado candidato a presidir el país, ha aconsejado al Gobierno no decretar el estado de emergencia y ha justificado la parálisis de sus soldados en la necesidad de no alentar a los combatientes, cabe temer que es inviable un desenlace institucional de la crisis, salvo una eventual implicación política directa de las potencias tutelares del Gobierno de Siniora.

Es esta una situación que, como se teme desde hace tiempo, puede condenar al Líbano bien a un régimen de protectorado --ya lo fue hace años de Siria-- bien a un declive imparable en el que arriesgará convertirse en un Estado frustrado a las puertas de Israel.

Para el millar de soldados que España mantiene en el sur del Líbano --territorio de Hizbulá-- bajo mandato de Naciones Unidas, ambas perspectivas son inquietantes porque exceden con mucho la misión que en un principio les fue encomendada.