Basta con recordar que uno de cada cuatro niños tiene sobrepeso o es obeso para comprender la necesidad de que se apruebe cuanto antes la nueva ley de seguridad alimentaria y nutrición, cuyo proyecto presentó la semana pasada la ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez. Porque se trata de un instrumento capital para corregir un problema sanitario de primer orden: neutralizar los efectos del exceso de oferta de comida basura, menús excesivamente grasos y otras circunstancias que han alterado nuestros hábitos de alimentación, particularmente los de los menores. Para corregir la tendencia es inevitable que las directrices de la Administración alcancen los comedores escolares, que se prohíba la venta dentro de los centros de alimentos y bebidas que no cumplan una serie de pautas nutricionales y que se persuada a los padres para que sean los primeros preocupados por la dieta de sus hijos. Sin esta contribución de la familia es improbable que los efectos de la ley que en su día se aprobará tengan el alcance perseguido. De poco habrá valido el acuerdo alcanzado con los sectores económicos implicados y el esfuerzo para confiar la dieta escolar a especialistas si, fuera de las aulas, no se siguen pautas de comportamiento complementarias. Evitar las comidas a deshora y las cenas inadecuadas es responsabilidad de los padres, y no es tarea menor: sin ella no es posible que dé resultado la guerra abierta contra hábitos alimentarios que castigan la salud de los más jóvenes y les hipotecarán toda su vida.