TDticen que las palabras se desgastan con el uso. Y debe ser así, porque de tanto repetirlas pueden llegar a vulgarizarse, a perdérsele el respeto y a dejar de emocionarnos con la frescura y el vigor de su fuerza expresiva primigenia. Algo así ocurre en la actualidad con la palabra cambio. Dejando a un lado sus múltiples acepciones, ha pasado a ser utilizada, además de en su significado original, y en definición no registrada, como cualquier situación que experimente un tránsito a otra nueva, aunque podamos matizar, no necesariamente mejor.

Pero si hiciéramos una encuesta sobre la frecuencia con que se emplea en nuestro léxico habitual ocuparía sin duda un puesto de honor.

En la práctica, y por lo manido del término en el ámbito político --lejos de la relevancia que adquirió en su momento-- ha pasado a designar algo etéreo, una especie de palabra ómnibus que nadie sabe exactamente en qué consiste, pero que todos aplauden con entusiasmo.

En efecto, se habla de este concepto como objetivo y, después de ser acuñada semánticamente por la izquierda, se ha convertido en un desiderátum que conviene a distintas ideologías. Todos la reivindican como propia, pero pocos se la aplican personalmente cuando llega el momento del fracaso. Pareciera que de esta palabra se aprovecha lo que connotativamente tiene de ilusionante, pero es considerada tabú cuando nos afecta negativamente o cuando hay que asumir responsabilidades.

En este sentido, causa pasmo la actitud de aquéllos que una vez abiertas las urnas y vistos los resultados obtenidos se empecinan en seguir sacrificándose por el pueblo, aunque éste acabe de darles la espalda. Ni siquiera por dignidad personal o simplemente por razones estéticas se marchan a su casa para ocuparse exclusivamente de sus problemas. Esta resistencia numantina a la jubilación en los partidos crea cuellos de botella de difícil solución en la necesaria renovación democrática de las instituciones.

Llegados a este punto, y cuando nos disponemos a celebrar unas elecciones decisivas para el futuro, los mensajes incidirán de nuevo y de manera machacona en la necesidad de cambio. Pero para que sea efectivo deberíamos reflexionar en que éste, habría que empezar por uno mismo ya que básicamente consiste en preocuparnos menos de nosotros y más de los demás. Esa es la auténtica grandeza de la palabra cambio, ahora devaluada por el uso pero todavía vigente en su sentido original o más positivo.

Por eso yo, que acabo de cumplir sesenta años, me declaro ferviente defensor del cambio pero, al mismo tiempo, me asalta una duda existencial:

¿Estaré en condiciones todavía, desde un punto de vista generacional, de cambiar o tendré que ser cambiado?

¿Seremos capaces de cambiar todos o seguiremos en la impostura de hacer como que cambiamos, pero sólo será coartada para seguir haciendo exactamente lo mismo?