Detesto la violencia. Cualquier forma de violencia porque supone el fracaso de la educación en sociedad, la absoluta negación de la razón y lo que es peor: la interminable espiral que provoca y que aboca al caos. Lo sucedido estos días en Cataluña me trae a la memoria esta reflexión, entendida desde el prisma de que los violentos nunca podrán doblegar a una democracia que, aun siendo imperfecta como la española, protege al ciudadano y blinda sus derechos. Es inconcebible que responsables políticos como Torra no la condenen explícitamente y la utilicen para otros intereses que todos conocemos.

Pero lo más grave de la violencia, entiendo, son las heridas que deja a su paso. A veces irrecuperables. Ciudades bellísimas como Barcelona arrasadas por una turba de delincuentes callejeros. En estos días he pensado quién merece ese castigo. No habrá nunca derecho ni razón que justifique altercados de esta envergadura que, a mis 48 años, no había visto en la España en la que he crecido. Hace unos días un alcalde joven como Luis Salaya escribió en su muro de Facebook que la capital catalana volverá a ser esa ciudad culta y elegante cuando las bestias estén encerradas o escondidas. Totalmente de acuerdo. Pero el fracaso ya se habrá consumado para entonces porque allí se abrió otra herida que tendrá que cicatrizar. La imagen de calles ardiendo ya formará parte de su intrahistoria, de un mal recuerdo en unas noches de octubre. De vecinos con miedo, policías heridos y niñatos jugando a taparse la cara como cobardes.

Me pregunto si así querrán los independentistas poner de rodillas al Estado. Estoy convencido de que no lo lograrán porque, entonces, la tumba de los demócratas estaría servida. Cataluña se merece un gobierno mejor pero, sobre todo, decente. Desde los despachos también se alienta la violencia con el silencio. También se provocan heridas, a veces, con la intención de hacer más daño del que ya existe. Párenlo ya.

* Periodista