Para quien está acostumbrada a vivir entre los escombros post-industriales de antiguas fábricas, autovías de cinco carriles por sentido, y edificios de plástico y contrachapado que son erguidos y demolidos en un abrir y cerrar de ojos, caminar por Plasencia a la luz de un sol atronador de invierno fue un atisbo de felicidad que transmitía, además, ecos de pasado. Lo que ya le ocurriera a otros viajeros extranjeros al llegar a los centros históricos de nuestra ciudades, que se les revelaba la antigüedad en la belleza de los monumentos, me ocurrió a mí hace unas semanas, pero sin el anacronismo que caracterizó a otras miradas. Ese pasado, más vivo que nunca, más presente, se desvendaba irónicamente en un acto que corroboraba, eso sí, mi lejanía, al que acudí aprovechando mi estancia navideña en casa. Me refiero a la presentación de Diáspora. Antología de poetas extremeños en el ‘exilio’, colección en la que se me incluyó a última hora -pues pocos sabían, como buena exiliada ausente, de mi existencia hasta que el poeta y editor Paco Najarro, él mismo antologado, dio la voz de alarma-.

En los alrededores de una catedral arquitectónicamente ecléctica, en el salón de un centro cultural cuyos techos artesonados dotaban al evento de cierto aire de solemnidad, José María Cumbreño y Víctor Peña Dacosta explicaban el origen del proyecto así como la necesidad de dar voz a los que escribimos desde fuera de la región. El primero es el responsable de la editorial que acoge a Diáspora, un sello, Liliputienses, que ha conseguido despegar al panorama nacional y dar a conocer la mejor poesía latinoamericana, trazando los puentes que también han servido para que otros nos vayamos; el segundo, Peña, prologuista y poeta él mismo, contó una anécdota que sorprendió al público y marca el carácter circular de las casualidades que culminaron en este libro. A decir de Peña, hacía nueve años había nacido la idea de publicar una antología de poetas extremeños de la mano de una editorial asociada a la Universidad de Villanova, en Philadelphia, en la que entonces trabajaba otro poeta extremeño, Víctor Martín Iglesias. Tras muchas deliberaciones, saraos literarios, y las reflexiones del también vate Álvaro Valverde, el volumen conseguía materializarse en Liliputienses, donde la última en participar era yo, residente en esa misma ciudad americana que dio pie a la locura inicial. Transitaban así las voces desplazadas un centro foráneo que legitimaba, más si cabe, semejante iniciativa, al destacar las peripecias transatlánticas de las palabras que ya cabían en una mano.

Parecerá una tontería pero, ahora, desde estas calles yanquis cercanas a la estatua de Rocky Balboa me siento un poco menos extranjera, un poco más satisfecha por pensar que lo que aquí se hace, se piensa y se discute desprende a veces un eco viajero que allí aterriza y moldea proyectos, que no somos tan exiliados como nos parece cuando hay manos que se tienden al otro lado, aunque haya que salir a buscarlas. Me fui de Plasencia con el regusto de haber conocido en persona a dos de los artífices de Diáspora, pero también de saber que lo que la falta de oportunidades laborales ha separado puede tal vez unirlo un libro. El ‘erial’ cultural con que muchos escritores hemos caracterizado a la región -no sin buena carga de frustración- es capaz de frutecer puntualmente gracias al arrojo de tantos que dedican sus horas de manera altruista a la promoción y difusión de la cultura. La antología constituye no sólo un artefacto literario capaz de deleitar a los lectores con los versos que aglutina -de Ada Salas, Xavier Rosell, Álex Chico, Antonio Méndez Rubio, Fernando P. Fernández o Irene Albert Cebriá, entre otros-, sino también una prueba de que algo se mueve en las provincias capaz de desafiar los estereotipos más aferrados a la llamada ‘España vaciada’. Paradójicamente, de una comunidad que continúa siendo ejemplo de aislamiento y sin tren digno, como evoca esa portada donde pueden observarse unas vías en desuso prácticamente cubiertas por la maleza, nacen las voces conectadas en la distancia.

Sólo queda esperar que a la iniciativa individual se vaya sumando también la institucional; que lo que las redes, los exilios, la afinidad y el empeño han conseguido crear lo fomenten igualmente quienes dicen que nos representan.

* Escritora