Este rumbo caótico en el que flotan los acontecimientos ya no nos asombra sino que nos eriza el ánimo y el gesto sobre el horizonte, esa raya que deja ver nuestra mirada en el balcón de una mascarilla. En esta terraza-mirador cada vez afloran menos geranios y banderas, se fueron lejos a volar con los aplausos y no han vuelto, como si quisieran aplaudir en otro mundo y para otras gentes.

Nos faltan nutrientes morales. Se adivina en la coleta de Iglesias. Un pelo sin el aseo diario que exige su cargo como vicepresidente del Gobierno de España, no puede sino llevarnos hacia donde vamos... directos al desencanto. No es por faltar a nadie pero sin un mínimo decoro en el vestir y en la presencia ¿puede alguien representarnos? Acomodaos al borde del abismo, montones intelectuales de células.

Es como si yo me presentara como anfitriona en pantuflas y con greñas a recibir a mis invitados, mientras ellos se ha preocupado en venir hasta mi casa duchados, aseados, peinados y vestidos con dignidad por respeto a los anfitriones y al resto de invitados.

Una cosa es modernizar la estética de sus señorías, aligerar su porte para empatizar con las generaciones pasotas e indiferentes a cuanto sucede en su país, pero de ahí a presentarse en actos públicos pomposos y solemnes, con la inquietante indumentaria de recién levantado con la que lleva Iglesias presentándose en las últimas semanas, dista un abismo y el regreso del mismo.

Nos faltan nutrientes sociales. Extraño al hombre elegante que deja estelas perfumadas de su pensamiento; al hombre de gustos exquisitos que al enfrentarse al mundo, quiere ser espejo y verse bien para enfatizar sus reflexiones y preceptos. Extraño principios y discursos que huelan a limpio, y al hombre que, al proclamarlos, no atente contra mi dignidad.

Y sí, me ofende la estética de Pablo, al que no disgustará, supongo, que le llame así puesto que con su imagen se está quitando de encima los dones y las excelencias, ya saben, esos formalismos que hasta ahora funcionaban en política por mero respeto institucional y que él se ha pasado por esa coleta que luce en forma de hoja de ginkgo.

Extraño los perfiles magistrales, la dialéctica empolvada y plateada de quienes encaminan sus pasos con solemnidad y dejan huella para la posteridad. España ha dejado de ser un país para ser un patio de colegio caro donde deambulan los hijos díscolos y los que se pasan por el forro la esencia y la conciencia.

España ha cambiado tanto y tan deprisa que no me extrañaría verla pronto bautizada con otro nombre menos hiriente, porque es verdad, ahora que lo pienso, al decir España parece que dices espada.

España ya es un país sin matices. Un país sin tiempo ni ganas para la palabra y el café literario; es un polígono industrial... el parking de Portugal. Un mostrador de objetos perdidos que no quieren dueño. A España se le ha puesto cara de acelga y hoja de ginkgo.

Mientras termino de escribir este artículo nos comunican que Madrid será cercada mañana por un nuevo estado de alarma. Eso es España, políticos que no se dan la mano, que no se soportan y ya no disimulan. Políticos sin verbo ni palabra. Cotorras incansables con la boca en forma de hoja de ginkgo. Entran a la política por la puerta grande y salen por la portería.

Ya no queda más turismo que viajar hacia la niebla antes de ver como se agotan las reservas emocionales y la vida ondulante de las palabras. Así que me sumerjo en lecturas hasta encontrar a Theodor Kallifatides, el griego elegante que resumió nuestro caminar: «A mis 25 años, cuando me pregunté cómo viviría mi vida, la respuesta fue ‘yéndome’. A los 77 la pregunta volvió. ¿Cómo viviría la vida que me quedaba? Y la respuesta era, cada vez con más frecuencia, ‘volviendo’».

* Periodista