Esta semana tenía pensado escribir sobre las desigualdades entre comunidades autónomas, acerca de los privilegios de algunas, sustentados sobre viejos e insolidarios usos que se emplean como moneda de cambio en el tablero político nacional. Usos que relegan a ciudadanos de segunda a algunos españoles dependiendo de su lugar de nacimiento. Dentro de su propio país.

También pensaba decir algo sobre esa necesidad de gran parte de nuestra sociedad de pedir perdón por crímenes que no ha cometido, mientras se pasea indiferente sobre sus propios pecados en una especie de ceguera para los males autóctonos.

Escribir sobre las dos Españas que nos hielan el corazón, que nos ponen frente a frente a recordarnos agravios de hace casi 90 años, olvidando la ejemplaridad de una Transición que, con todos sus vacíos, ha servido de modelo de convivencia ejemplar.

O podría hablar de muertos que no son de nadie, ni siquiera de sus familias porque no han podido despedirse de ellos, pero que no son más que cifras que ocultar o mostrar a conveniencia de nuestros políticos.

También hay un tema en aquello de cuánto hay de solidaridad y cuánto de injusto en conceder ayudas a quienes llegan a nuestro país huyendo de miles de causas, sin exigirles a cambio el esfuerzo de buscar un sustento trabajando, mientras la generación de nuestros mayores sobrevive con migajas después de toda una vida de esfuerzos.

O cómo el teletrabajo ha destapado los abusos de muchas empresas, la entrega de algunos trabajadores, la imposibilidad de algunos sectores de generar riqueza sin personal humano, o el desfase tecnológico de algunas administraciones.

Podría contar que la docencia, sin docentes implicados y comprometidos, no es más que un video de youtube y una firma en un acta de evaluación, pero que por suerte hay quien ama su trabajo y sabe el valor de cada uno de sus alumnos más allá de lo que decidan unas leyes educativas fraguadas a distancia sideral de un aula.

Pero no tengo claro si deseo hablar de nada de eso, así que es posible que al final escriba sobre la tristeza, de esa pena, pequeña o enorme, contenida y silenciosa, que se palpa en las calles. Ya no hay besos al encontrarnos, no hay achuchones ni apretones de mano, tímidos o enérgicos, tan necesarios para una cultura como la nuestra tan necesitada del contacto físico y que ha de conformarse con una ligera inclinación de la cabeza a distancia prudencial. Cada cuerpo en su espacio, como un arma letal en potencia que hay que separar y esterilizar.

No hay nada menos normal que querer hacer pasar por normal lo que es antinatural, lo llames como lo llames. A lo mejor otra semana escribo de todo ello. Pero ésta no.

* Periodista