El ocho de septiembre celebramos los extremeños el Día de Extremadura, una festividad que da razón de ser al reconocimiento del pueblo extremeño. Coincidiendo con la festividad de la Virgen de Guadalupe, que sigue perteneciendo a la diócesis de Toledo. Esto sí que representa todo un anacronismo histórico, y desde luego, más allá del hecho religioso, un desaire como mínimo a la sociedad extremeña. Y no sólo por lo que supone de fijación de un deber ser a la demanda de esta sociedad, que no entiende y nunca entenderá las razones, si no por las extrañas políticas interesadas, que también ejerce en su contexto, tan sutilmente, esta Iglesia Católica, como Institución.

Toca ya poner impulso real a esta situación, y más por la imbricación de este lugar y el significado que representa el símbolo de la universalidad de nuestra región, con lazos tan directos y entrañables con toda la comunidad Iberoamericana. Por lo que se ha de pedir la justicia real, ante la pasividad de la eclesial para romper con esta ilógica situación, que remueve a tantos extremeños que desde años vienen reivindicando que Guadalupe merece estar en una diócesis extremeña. Y que es tan merecida como la identidad tan directa que existe desde hace lustros con toda la familia católica de Latinoamérica.

Celebrar el día de Extremadura merece la pena porque conviene recordar que esta Región tiene tanta historia como recorrido de sus gentes, gentes viajeras que desde hace lustros entregan su carácter a hechos y acontecimientos históricos e hitos sociales de gran magnitud. Quizás sea ese carácter pacífico, y revulsivo, al mismo tiempo, lo que la ha convertido en una identidad social con sabor a solidaridad. La solidaridad de no romper con lo que va bien, y de apaciguar cuando se superponen los nacionalismos, como terrenos políticos que tratan de quebrantar un sistema de autonomías, que está mandatado desde nuestra Constitución. Que si se quiere modificar, se tiene que recurrir irremediablemente a modificar nuestra Carta Magna. Esta tierra nuestra es el color del sentimiento patrio, en forma de identidad colaborativa. Tiene mucho que ver con el otro carácter de internacionalidad, surcada desde años.

Extremadura es, básicamente, un espacio territorial en el que sus gentes aguardan en la agricultura y la ganadería parte de su futuro. Aunque ya en pleno siglo XXI algunas podríamos entender que se debería diseñar un futuro más allá, cercano al escenario de las nuevas tecnologías, y las economías relacionadas con el desarrollo medioambiental. Lo que es evidente que queda todavía pendiente hacer ese cambio real de una economía más funcional, con capacidad de ofrecer atractivo en el empleo a los miles de extremeños y extremeñas, que cada año salen al mercado laboral, desde nuestra Universidad.

Celebremos pues este día de todos los que se sienten extremeños, más allá de espacios circunspectos territoriales, por muy amarillentos que sean, que tanta mediocridad aportan al carácter abierto y global de la Humanidad.