El próximo día 28 la Iglesia española tiene una cita en Roma: la beatificación de 498 religiosos que fueron asesinados en la Guerra Civil por los republicanos. De este grupo, siete franciscanos tienen una superficial relación con Extremadura, los que fueron ejecutados en Azuaga en septiembre de 1936, si bien habían sido trasladados semanas antes desde Fuente Obejuna. Esta numerosa beatificación de religiosos, que la Iglesia considera mártires de la guerra fratricida, coincide con la discusión en el Parlamento de la ponencia sobre la ley de la Memoria Histórica, objeto de debate ciudadano porque entre sus disposiciones establece la obligatoriedad de erradicar los símbolos franquistas de las calles y de los templos. Y comoquiera que la Iglesia, como institución, tuvo una inequívoca posición de aliento de los sublevados y jugó un indiscutible papel para que triunfaran; y comoquiera también que aún hoy está pendiente su disculpa por apoyar a quienes se rebelaban contra el régimen legalmente constituido, no debe extrañarse que muchos españoles crean que hacer coincidir el acto religioso de beatificación con la tramitación parlamentaria de la ley no es casual, aunque en contra obren las declaraciones de los portavoces de la Conferencia Episcopal.

La Iglesia es una institución con una larguísima experiencia histórica y con una refinada capacidad para modelar su discurso: nada dice, ni siquiera insinúa, si no lo quiere decir o insinuar. Nunca juega con la casualidad. Aventurar que beatificación y discusión parlamentaria es una coincidencia es tan ingenuo como creer que es otra coincidencia el que todos los mártires pendientes de convertirse en beatos hayan caído víctimas de los verdugos del mismo bando.