Médico

Nadie debe dudar de que se trata del más descollante icono cultural de nuestro tiempo. La apariencia física se ha convertido en una alienante exigencia en los tiempos actuales. El cuerpo humano, sobre todo el femenino, es ya un espacio comercial colonizado por diseñadores y modistos. Lleva camino de convertirse en un volumen en el que asentar y asentir atributos e intereses internos y externos. También, la credencial o la tarjeta de visita o de presentación para el inicio de todo tipo de relaciones sociales.

Hay cuerpos con vocación de soporte publicitario, cuerpos ebúrneos o fofos, caquécticos o curvilíneos. Cuerpos tentadores con vocación de desnudo o, bien, cuerpos recatados escondidos bajo trapos de cortinaje. Es igual. El cuerpo, en realidad, exhibe las distintas formas de entender la vida, incluida la de estar o permanecer sometido a vanidades y a los más variados intereses mercantiles. Es, con relativa frecuencia, el muro del grafitero que tatúa su superficie con lenguaje jeroglífico. El escenario único o el escaparate donde se exponen abalorios, piezas metálicas, pins, o el perchero donde colgar cosas más o menos cool o fashion . Y, a veces, hasta una especie de árbol de navidad adornado con regalos expuestos publicitariamente.

Bien, si les hablo de esta cuestión no es por nada en especial. Ya sé que mi visión del mundo no presta sus alas a otros hombres. También tengo por cierto que, aunque no sucediera así, el hecho contribuyera a mejorar nada. Pero verán, sí quiero decirles, y ustedes me perdonen, no se sientan aludidos, que el ser humano es bastante irracional y crédulo. Ninguna idea, ninguna moda, por descabellada que pudiera parecernos, quedará sin ganar adeptos. Y, claro, esa tendencia tan compulsiva a colgar la cabeza y hasta el corazón, de cualquier percha que se nos ofrezca, pues nos acarrea muchos problemas. No hablo en vano. Aquí, en Extremadura, por ejemplo, usamos gabardina, esa prenda tan genuinamente inglesa, porque llueve en Londres, ni más ni menos. Así que una externalidad inane parece invadir todos los sectores sociales, especialmente los más vulnerables. Los mayores visten como los jóvenes, con esa valentía estúpida de querer volver para atrás o de detener el tiempo, al menos. Prostitución de mayores, se podría llamar a eso. Y los jóvenes, pues cada vez más cyborg , esos seres androides de las películas, mitad organismos vivos, mitad máquinas cibernéticas. Nunca fue tan evidente el poderío del impulso afiliativo y gregario de nuestra especie.

Cada día que pasa, el deslinde entre el mundo de lo vivo y el mundo de lo inerte, es menos nítido. Donna Haraway asegura que el cyborg es ya una realidad social. Yo me parece que conozco a algunos. No tienen pasado ni, al parecer, futuro. Jóvenes cautivos, explotados, cosificados, descomprometidos, eso que tan bien les viene a los políticos de nuestro país, por cierto. Percheros, escaparates, tarjetas de visita, árboles de navidad... ¿Qué se esconde en su interior, bajo esas terribles exigencias formales?

Me confieso algo antropofóbico. Tras esas proclividades tan generalizadas, se esconde un yo bastante endeble. Con eso contábamos. Lo malo es que entre sus rendijas se está derramando, se nos escapa gratuitamente algo nuestro, algo íntimamente nuestro, nuestro yo más singular, más genuino. Por eso, cada vez comprendo mejor a esa otra gente, algo negligente, en apariencia, que prescinde de la ornamentación externa.

¿O sucede, en realidad, que yo me estoy haciendo un poco out ?