No les ha ocurrido estar viendo algo --tele, cine-- y sentirse entre horrorizados y a la vez fascinados por lo que se les muestra? Sí, el ser humano es (afortunadamente) contradictorio y estas cosas pasan. Ya pueden ser escenas de horrores de una guerra, alguna sordidez venial, o simplemente humor negro y "gamberro", del que bordea peligrosamente la vergüenza ajena. Hasta un "reality", que se presta mucho a hacer el avestruz. De hecho, gente como John Waters o Todd Solonz hicieron de la incomodidad el sello propio de su cine.

Nos revolvemos en el asiento, cedemos a la tentación infantil de la mano en la cara, ahuyentado fantasmas ocultos. Pero algo nos empuja a seguir mirando, algún interés que creemos malsano y al que dignificamos en ocasiones con el nombre de "curiosidad".

El espectáculo que está dando Mariano Rajoy tras las elecciones es de ese tipo. Algo dantesco, aunque hayamos abusado hasta la náusea de ese calificativo. Bueno, mejor dicho: la ausencia de espectáculo. Porque el "dontancredismo " del gallego roza ya lo patológico. Ya sabíamos que el inmovilismo era marca de la casa, pero la ausencia de todo movimiento causa estupor. La mejor definición nos la ha regalado el siempre mordaz Pérez-Reverte que tuiteaba el parecido de Rajoy a "una liebre paralizada e inmóvil en mitad de una carretera, deslumbrada por los faros, esperando que la atropellaran". Diana para Don Arturo.

Por si fuera poco, su estrategia pasa por una plegaria quejosa de la "gran coalición". Como ese abuelo que nos reprende por llevar el vaquero roto, que eso no está bien. Algo tierno, de acuerdo. Pero desfasado y totalmente errado. Su apelación a que le dejen gobernar por responsabilidad y ese mantra del "unamos las manos" por España casa muy mal con una campaña en la que el desprecio del presidente por sus rivales era manifiesto. Una legislatura en la que no se han preocupado nunca de tender puentes ni buscar entendimientos. Una llegada de nuevos partidos que fue saludada como la aparición de arribistas y desestabilizadores. Coronada por una campaña electoral equivocada en ese aspecto, en la que en ningún momento se pensó en clave del día después. Génova se mueve al (lento) ritmo de su líder. Y está a punto de pagarlo.

PEDRO SANCHEZ vive aún en aquel lunes de diciembre en el que se saltó a la torera cualquier prevención de alta política y se decidió a escarbar en el fango en busca de su corona. Me temo que todavía le resuena la (atinada) respuesta de Rajoy y el desafío de que no gobernaría. Eso, y el ya mítico "lideras poco, Pedro" han trastocado el rictus de modelo de sastrería y frescura de póster en una máscara de amargada ambición. Porque Sánchez está a punto de hacer, en su minuto "cero", lo que a Aznar le costó la herencia que pretendía dejar: dar la espalda a sus propios votantes. Algunos confunden el ser decidido con ser testarudo. Algunos hombres son islas.

Iglesias , ese Maquiavelo de bolsillo, sigue a lo suyo. Se ha empeñado en que representa al pueblo, es el único y legítimo caudillo. Hace oídos sordos a cualquier crítica, fundada o no, porque su reino no es de este mundo. Convendría recordarle que su agenda oculta no lo es tanto como cree, ni que 69 escaños es el refrendo de un país entero. Ya habéis entrado con derecho propio en las instituciones. Ahora toca trabajar y dejar de lado los experimentos de política de salón que tanto gustan en las filas de Podemos. Y no establecer líneas rojas. Como mucho, ámbar, porque parpadean. Es lo que tiene la política: no es un plató de televisión con corte a anuncios.

¿Y Rivera ? Pues, a todo esto, el líder de Ciudadanos intentando apurar una política de sentido común que parece desgraciadamente desfasada en el entuerto. Atrapado en una coherencia con su programa que sólo vale si todos jugamos a lo mismo, no si los demás se dedican a decir que, ahora, hay muchos más comodines en la baraja. Se le nota cansado, irritado. Normal, no puede evitar torcer el gesto ante el circo de tres pistas instalado en la Carrera de San Jerónimo, en el que las propuestas son eslóganes y los búnqueres los levantan los que dicen estar en la trinchera. Los sillones, los sillones. Sí, yo estaría igualmente exhausto.

Somos espectadores y estamos expectantes. Algunos estamos ya muy, demasiado, incómodos. Sí. Pero, ¿a que cuesta dejar de mirar?