WEw l compromiso personal de Kim Jong-il, líder de Corea del Norte, de desmantelar el complejo nuclear de Yongbyon, lo que en la práctica significa renunciar al desarrollo de un arsenal atómico, está lleno de inconcreciones, aunque de aquí a final de año se espera que se traduzca en hechos prácticos. Una mayor precisión era impensable porque el régimen comunista de Kim gestiona una economía en bancarrota y apenas cuenta con la amenaza nuclear para salir del pozo de la pobreza extrema que soporta la población, especialmente en el campo. Aun menos concreto es el compromiso relativo a la firma de un acuerdo de paz de las dos Coreas, cuyas relaciones siguen sujetas a los términos del armisticio firmado en 1953 por Estados Unidos y China. Como en el caso anterior, si no más, la meta perseguida queda a expensas de que el régimen norcoreano se sienta satisfecho con las contrapartidas, que seguramente deben incluir para el futuro alguna modalidad de relación privilegiada de la modesta estructura productiva del norte con la opulenta economía del sur.

Pasar de la política de los gestos a la de los hechos concretos siempre lleva su tiempo. Corea del Norte fue incluida en el eje del mal por el presidente Bush en su famoso discurso de enero del 2002, junto con Irak e Irán, y allí sigue, aunque la diplomacia creativa desplegada por Estados Unidos, y resaltada por los medios informativos liberales de aquel país, parece indicar que ha llegado la hora de recapacitar. Lo cual debe ser posible sin transmitir a la comunidad internacional la impresión de que, quien tiene la bomba, se hace acreedor de un trato especial. Los ayatolás, entre otros, están pendientes de ello.