Una persona puede convertirse en influencer en relativamente poco tiempo, de igual manera que en un corto periodo puede acabar por suicidarse (la modelo Celia Fuentes, la cantante Hannah Stone), deprimirse (la fotógrafa Berta Bernard) o estresarse lo suficiente como para apartarse de sus millones de seguidores durante una temporada y salvaguardar así su salud emocional (el youtuber el Rubius).

Se entiende, pues, que ser influencer puede ser una profesión de riesgo; y si no, que se lo digan a Pedro Ruiz, que murió mientras sostenía a la altura del pecho un libro de gran grosor mientras su novia le disparaba con un arma. La idea era que la grabación del video lanzara las visitas de su canal, pero la triste realidad es que ahora él está muerto y ella en la cárcel. Se demuestra una vez más que las balas son más rápidas y certeras que la sed de reconocimiento.

Otros casos no son ni mucho menos tan sangrantes, pero todo hace pensar que la felicidad y la seguridad de ciertos influencers son de cartón-piedra. Están tan obsesionados por gustar y ser compartidos, que al final no queda nada genuino en ellos.

Son los tiempos que corren. Hay que hacerse famoso a toda costa, ganar mucho dinero en poco tiempo y luego disfrutar la vida. Esa es la idea, pero, ay, la cosa no es tan fácil y a veces, como digo, no queda vida que disfrutar.

Internet 2.0 es un invento único. Ha democratizado el talento, el conocimiento, la inquietud, pero también la estupidez, la banalidad y la pulsión obsesiva por la fama. Antes las personas influyentes eran políticos, empresarios, banqueros, deportistas de élite... Ahora lo siguen siendo. Los autoproclamados influencers que nos enseñan a adelgazar sin pasar hambre, cómo seducir o cómo vestirnos, son rehenes de su propia ficción, y en muchas ocasiones les gustan más a los demás que a sí mismos.

El influencer es un diosecillo con los pies de barro.