La hilarante intervención de Ana Botella ante el Comité Olímpico Internacional ejemplifica un notable déficit lingüístico de los gobernantes españoles que afecta tanto a la posibilidad de establecer contactos y participar fluidamente en foros internacionales como a la imagen de credibilidad y eficacia política en el concierto de las naciones. Es una obviedad que la lengua inglesa se ha impuesto como un instrumento de comunicación global, una lengua franca cuyo conocimiento ya no implica un valor añadido en las relaciones humanas y profesionales, porque hoy saber inglés es una prioridad, una necesidad ineludible para quien desee abrirse camino en un entorno cada vez más globalizado.

Por muy diversas circunstancias históricas, España ha vivido de espaldas al aprendizaje del inglés, y no fue hasta la generación nacida en los años 80 que fue avanzando como una obligación educativa de primer orden. Lo cierto es que las cifras avalan este déficit. Mientras que la media europea de conocimiento es del 38%, la de España es del 22%, y con unos niveles mucho más altos de ciudadanos monolingües que en la mayoría del continente.

Y es justamente aquí donde el Gobierno debería incidir, con la introducción del diploma básico en inglés como condición inexcusable para que un estudiante acceda al título universitario.