Con frecuencia, sentirnos culpables de la degradación del planeta y tener la necesidad de redimirnos de nuestros pecados medioambientales, nos hace caer en un ecologismo de escaparate que parece que nos absuelve de todo. Y así, creemos con fe ciega en lo que dicen personajes como el profeta de desastres Al Gore, sin reparar en que su discurso se sustenta en sus propios intereses económicos; nos dejamos engañar por el greenwashing, un método publicitario fraudulento que consiste en lavar la imagen de empresas uniéndolas a palabras como bio, sostenible, eco, reciclado... y otros términos capaces de conquistar nuestro sensible corazón de consumidor; nos parecen sensatos los que aseguran que la iluminación navideña es un gasto de energía inútil en vez de un importante apoyo al comerciante o los que pondrían un parque eólico en cada esquina, ignorando que miles de aves mueren guillotinadas por sus aspas.

Todo vale bajo el sagrado concepto del ecologismo. Y mientras nos entretenemos con posturas demagógicas, las selvas desaparecen, las focas son asesinadas brutalmente y los mares contaminados con total impunidad. Pero no pasa nada porque nuestra conciencia está limpia y a salvo, no en vano a veces nos quedamos afónicos gritando consignas inventadas por poetas de pancarta o compramos un kilo de manzanas orgánicas, eso sí, a precio de oro y con nutritivos gusanos dentro. Intentar cuidar el medio ambiente por puro esnobismo integrista es ecoilógico. Nos falta actitud, criterio y legislación para hacerlo en serio. Es una pena que, en algo así, sigamos estando tan verdes.