En los últimos años hemos transitado por una realidad crecientemente convulsa, tanto en la política como en la economía y en los conflictos sociales resultantes, reflejo de choques y turbulencias indeseables aunque inevitables. Su secuencia no nos ha dejado reposo. Y lo necesitamos. Porque sin él corremos el riesgo de perder la perspectiva de lo realmente sustancial.

Vean una síntesis parcial de nuestro frenesí los últimos meses. En lo más cercano a nosotros, domina el conflicto Cataluña-España, la desigualdad salarial y unas pensiones amenazadas por una demografía que da vértigo. En el ámbito europeo, el último año ha sido vertiginoso: después del brexit, fallidos intentos de refundación de la Unión Europea, xenofobia rampante e inquietud por la guerra comercial de Donald Trump y su desprecio por la UE y nuestra seguridad. Añadan los vaivenes de la economía global, con signos de sobrecalentamiento de la americana e intentos del Sistema de la Reserva Federal (Fed) por reconducir la situación: el alza de sus tipos de interés ha dejado ya víctimas, desde Argentina hasta Turquía y Sudáfrica, que se ampliarán si se extiende la guerra comercial con China.

Finalmente, y abrazando todo el planeta, continúan afectándonos los negativos efectos de la globalización y el cambio técnico sobre el mercado de trabajo y la dinámica salarial: el futuro que creímos deseable, y posible, se ve hoy amenazado y el nuevo mundo que emerge se ve oscurecido por tanta incertidumbre.

Esas son las preocupaciones de una parte del país, representativa de los intereses políticos, económicos y sociales de amplios grupos, aunque su presencia mediática es tan dominante que parecerían representar el conjunto de la sociedad. ¿Es así? Por descontado que no. Hay muchas otras inquietudes que tampoco tienen fácil arreglo y que, a diferencia de las anteriores, se caracterizan por una marcada invisibilidad, expresión de una sociedad que funciona ordinariamente en planos disjuntos.

Entre ellas, permítanme referirme a las que afectan a los de abajo, en afortunada expresión de Mariano Azuela, es decir, a aquellos situados en el fondo de la escala social. Por ejemplo, esas mujeres, en general asiáticas, africanas o suramericanas, que entre las cinco y las seis de la mañana salen a calle para ir al trabajo. Y no puedo dejar de pensar a qué hora se habrán levantado (¿las cuatro de la madrugada?), con qué cariño habrán dejado preparado el desayuno de los suyos y cómo las recibirán sus hijos al final de la jornada. Me recuerdan las que limpian nuestros despachos en la Universidad, comenzando a las tres de la madrugada para estar puntualmente en Bellaterra a las cinco, iniciando una jornada que se extiende hasta más allá del mediodía y que continúa por la tarde en el ámbito doméstico.

¿Cuánto ingresan por tamaño esfuerzo? ¿Alguien las ve? Muchos otros comparten con esas mujeres su invisibilidad. ¿Recuerdan la última vez que se han parado a pensar en la vida, personal o familiar, de los que limpian nuestras calles? Las expectativas que tenían en su juventud, las familias que han formado, el futuro de sus hijos, la preocupación por sus mayores… O en el insoportable calor que sufren aquellos trabajadores, también usualmente asiáticos, que preparan cuidadosamente sus kebabs, sus patatas fritas o sus ensaladas: ahora que la canícula aprieta, ¿cuánto pueden estar ganando tras ocho o más horas trabajando a esas temperaturas tan altas?

O, finalmente, en la invisibilidad de ese flujo de inmigrantes que arriba a las costas andaluzas y que, inmediatamente, parecen mimetizarse con el paisaje y desaparecer. Ni tiempo nos da para imaginar sus anhelos, el dolor por los que han abandonado, el que experimentan sus mayores por no conocer siquiera sus nietos, o la nostalgia que seguro les embarga al imaginar unos paisajes que no volverán a pisar.

Repasando esta constelación de personajes, la lista de mis inquietudes se me antoja ahora un tanto secundaria. Son, ciertamente, las mías, las de mi grupo social, y por ello son relevantes. Pero están muy alejadas de las de ese amplio colectivo invisible, que tiene el mismo derecho que nosotros a que se le tome en consideración. El dolor, el sudor y la nostalgia de esos millones de conciudadanos deberían obligarnos a relativizar nuestras cuitas. ¿Lo haremos? No, porque no va en nuestra naturaleza. Pero, para tener los pies en el suelo, convendría no olvidar que no somos el ombligo del mundo. Ni nosotros, ni nuestros problemas. Por importantes que nos puedan parecer.