Cuentan las crónicas que en 1453, estando Constantinopla asediada por los turcos, que acabaron conquistándola, su clase dirigente andaba enfrascada en dilucidar si los ángeles tenían sexo. La cuestión tenía sin duda su importancia pero difícilmente podría calificarse de urgente. El hecho es que los turcos apenas encontraron obstáculos para hacerse con la ciudad.

Viene ello a cuento por el interminable debate que mantiene la sociedad española sobre la posible reforma del sistema de pensiones. Y más precisamente por la determinación de la edad de jubilación. El Gobierno ha establecido los 67 años, dos más que el límite hoy vigente, para gran indignación de los sindicatos, que consideran una afrenta la propuesta. Y estamos ante un tira y afloja por uno o dos años que mantiene entretenida a buena parte de nuestros dirigentes.

Mientras tanto, hay un alud de noticias que indican que una parte no despreciable y creciente de la población no tiene nada que temer. No me refiero solo a los políticos que, castigados en recientes elecciones, y después de cuatro u ocho años en el cargo, tienen asegurada por vida una buena mensualidad que pagaremos entre todos los contribuyentes. Sino a los controladores aéreos, que, según parece, a la aún tierna edad de 52 años ya pueden dedicarse al dolce far niente con el sueldo base íntegro, que, como ya es bien sabido, no es moco de pavo.

Ahora mismo se nos anuncia que Caja Madrid y sus socios en un SIP van a prejubilar a más de 3.000 empleados de 55 años o más con el 95% del sueldo, como lo han hecho previamente muchas otras entidades de ahorro. Lo que significa que buena parte del dinero público que percibirán se deberá destinar a compensar a estos muchos miles de trabajadores a los que les importa un comino cuál sea finalmente el sexo de los ángeles, léase edad de jubilación obligatoria, que finalmente se imponga. A más alta la pensión, menor la edad de jubilación.