Por dónde comenzáramos que no nos doliera? Entre la gota y las goteras de un corazón con freno y marcha atrás. ¡Salve Jardiel, caballero de pluma en ristre! Salve las ánimas luminosas de los hombres (y mujeres) que nos iluminan. Mientras me duele escucho a Sam Cooke. “Only sixteen”. Y se murió. Se murió Sam Cooke como se murió Enrique Jardiel Poncela, pero quedaron, como un eco remoto, sus palabras, dulces creaciones del alma humana. Golpeándonos (como un dolor insidioso). Como la gota.

Luego está la cochambre. Cochambre rodando hacia el abismo. Una carrera suicida. Gallina el que frene primero. No mencionaré sus nombres. En la paz de Sam Cooke, en el dolor gotoso, mejor dejarlo a su portentosa imaginación, amables lectores. Los que juran cumplir aquello que maquinan incumplir. Por ejemplo.

De niño le tenía honda reverencia a los juramentos. Sigo siendo un niño. Gotoso, pero niño. De niño los juramentos se me antojaban palabras de hombre sí, pero envueltas en el aura de lo divino. De niño a todo juramento en falso le seguía el rayo fulminante de la justicia divina. Con el paso del tiempo he aprendido a esperar; en calma, oyendo a Sam Cooke (leyendo a Jardiel). Alma y corazón. Y aquí sigo, esperando al rayo…

El primer sopapo juradero me lo estrelló Mío Cid. Con el romancero a cuestas y la España del Gordini en ciernes. Burgos en la carretera que me llevaba a Madrid. Nacional I. La inmensa catedral, el papamoscas, el cofre del Cid y el Cristo de los luengos blancos faldones. El Cristo roto, en cascadas de pasión y sufrimiento. El Santísimo Sacramento en perpetua vigilia. Y aquel terciopelo rojo que le guardaba las espaldas tan hecho a medida para jurar (amores y verdades). Jurar era mirar al Supremo Hacedor con la palabra en los labios. Era…

Era Santa Gadea (‘do juran los hijosdalgo’). Más ermita que iglesia. Arrumbada junto a la catedral, menuda, casi mínima, nunca he llegado a entender que dentro cupieran tan grandes juramentos. Y ahora que sé que allí no se juró, que no hubo juramento, ahora que lo sé todo, sigo sin entenderlo. Porque los juramentos van al alma y del alma vienen. Ojos de niño. El mismo que quiero seguir siendo. El niño que estudió Derecho y que sabe que de Santa Gadea para acá le han ido mudando el sitio a los juramentos. A Dios mismo.

El Congreso es un lugar a modo para la Política y el Derecho. Y a veces, en él toma escaño -invitado por el voto ciudadano- el esperpento. El martes, abochornado, volví el pensamiento a mis primeras letras. Volví so el árbol de Guernica. Árboles juraderos. Árboles junteros del pueblo. So Dios. Bajo la certeza de su demanda ineluctable. Volví a las iglesias juraderas de Vizcaya donde los reyes de Castilla juraban nuestros fueros poniendo a Dios por testigo. Solo a Dios.

NO SE PUEDE jurar por Snoopy (salvo que seas tonto del culo). Siendo yo medio joven, entre los tontos del culo, se juraba por Snoopy; con su banderita de España y su cara de perro lerdo. No, no se puede jurar por las trece rosas (salvo que seas tonto del culo y no te importe que se sepa). No, no se puede. Se jura por Dios (y por España).

Pero no nos confundamos. El esperpento nace de un olvido supino. Dios es ajeno a la Constitución del 78. Así lo quisimos los hombres (los supremos hacedores del Derecho). La Constitución del 78 no tiene Dios. Tiene, a lo sumo, en su portada, un Águila de San Juan nimbada en oro, el águila de Patmos; pero ese error (si error fuera) medio se resolvió en 1981. Y, en no habiendo Dios, ¿a qué viene tanto juramento? La Constitución es de quita y pon. La Moral y la Religión le son ajenas. ¡Ni promesas, ni juramentos que se haya de llevar el diablo! Jurar sin Dios, sin patria o sin honor no pasa de culear palabras malsonantes (como cuando te duele la gota). ¡Ay…! .