La raíz del laicismo se halla en la máxima evangélica "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", entendida como un mandato que impone la obligación de deslindar la religión del Estado, o mejor aún, el ámbito de la fe del de la ley positiva. Es decir, lo contrario de lo que proclaman el fundamentalismo islámico y los demás fundamentalismos. De ahí que la esencia de la laicidad se halle en la afirmación de la autonomía recíproca de la fe y de la ley, y su realización consista en la emergencia de una sociedad secularizada. Es esta raíz evangélica de la laicidad la que hace decir a Fernando Savater que "los cristianos inventaron el laicismo". De esta laicidad, fundamento ético-político de la vida civil, son igualmente enemigas --dice Claudio Magris -- la intolerancia clerical y la laica, que --según el momento histórico y el contexto social-- se saltan sectariamente las normas e imponen dogmáticamente sus valores: para unos se trata de la verdad relevada y de la moral obligatoria para todos, para otros del progreso y de la adecuación a los tiempos, igualmente obligatorios para todos. La intolerancia clerical tiene una historia de siglos, está lejos de haber acabado y ha sido y continúa siendo denunciada y objeto de escarnio. La intolerancia y el engreimiento laicista son más recientes, pero en distintas ocasiones han demostrado ser igualmente agresivos, al marginar a los católicos en un gueto reservado a los ciudadanos de segunda. Por consiguiente, no solo el clericalismo intolerante y entrometido es contrario a la laicidad; también lo es la cultura radicaloide dominante, en la medida en que está caracterizada por una arrogancia transida de pretensiones ideológicas. Esta jactancia laicista --expresión de Norberto Bobbio -- es todo lo contrario de la laicidad entendida como baluarte de la tolerancia y del diálogo. La laicidad no es un principio filosófico, sino una actitud vital o, si se quiere, un hábito mental, que tiende a distinguir entre lo que es demostrable racionalmente y lo que solo puede ser objeto de una fe tan respetable como intransferible. Pero nunca niega el valor de lo sagrado.