Gracias a los eficientes algoritmos, las redes sociales nos muestran productos relacionados con las búsquedas que realizamos en Internet, sean unos zapatos, una Tablet o una cafetera. Los anunciantes lo ponen todo muy claro: el precio, el tamaño, los colores disponibles o las formas de pago. No obstante, bajo los anuncios podemos leer hilos de cibernautas que piden, con telegráfica y sufrida gramática, información ¡sobre el precio, el tamaño, los colores disponibles o las formas de pago!

Este es solo un ejemplo de que la gente no lee, ni siquiera para obtener información sobre artículos en los que, a priori, están interesados. Se dejan cegar por la imagen y no aciertan a deducir que el botón COMPRAR conduce a la página donde pueden resolver sus dudas y, si es su deseo, hacer la transacción.

Amigos profesores me cuentan que los niveles de comprensión lectora en la universidad tampoco ilusionan. Muchos universitarios apenas consiguen aprehender (con hache intercalada) el contenido de textos breves y sencillos.

Y tampoco suben el nivel muchos aspirantes a hacer carrera literaria, alérgicos a leer cualquier texto que no lleve su firma. Los comentarios apresurados y viscerales de quienes comentan artículos de prensa de los que han leído únicamente el título o el párrafo destacado son la enésima prueba de que preferimos el parloteo irreflexivo a la lectura razonada, actividad que exige toda nuestra concentración.

En fin, sin ánimo de hacer drama, en España se lee poco y mal. La lectura, como ejercicio de introspección y de adquisición de conocimientos, es tarea pendiente incluso en civilizaciones presuntamente avanzadas como la nuestra, lo cual no es óbice para toparte día a día con indocumentados opinólogos, catedráticos de inanidad, que creen tener la solución para todo.

Escribir hoy día, salvo en escasas excepciones, es poco menos que predicar en el desierto.