Los gallegos disponemos de muy curiosas maneras de matar el tiempo. A este respecto existen extrañas teorías. Hay quien dice que se trata de una peculiar forma de humor. También quien afirma que es que somos así y que esta nuestra manera de entender y afrontar el paso inexorable de los días es cosa debida a la genética. Otros dicen que a la lluvia. Quién sabe.

El caso es que a nosotros nos divierte mucho, hablando en general, ver cómo en las alturas de nuestras instituciones políticas y culturales se dirime y se sigue dirimiendo, desde hace lustros, si hemos de decir A Coruña o La Coruña. Aunque mucha más gracia nos hizo y aún nos hace el recordar que, durante toda la legislatura anterior a la actual, la parte socialista del Gobierno bipartito se la pasase gobernando en Galicia mientras la otra se entretenía haciéndolo en Galiza. Fue como una especie de salto a la comba espiritual que duró cuatro años. Una invisible línea fronteriza que traspasabas cada vez que dabas un saltito sobre ella. Al final empezaba a resultar agotador. Pero cómo nos reímos.

Podrían ser expuestas aquí unas cuantas maneras más de esta peculiar forma de matar el tiempo que tenemos los gallegos porque hay variedad de ellas, todas igual de ilusionantes; sin embargo, no es de creer que tal exposición llegase a ilusionar a los lectores. O a divertirlos en la misma manera que nos divierte a nosotros cada vez que, debidamente matado el tiempo, nos preguntamos a quién le aprovecharán la diversión y las risas, amargas, que siempre nos echamos cada vez que una de esas variedades sale a colación. Lo cierto es que nos entretenemos mucho, demasiado, mientras dejamos al pairo cuestiones muchísimo más importantes.

XLO QUEx ignorábamos los gallegos es que esta nuestra manera de matar e incluso de perder el tiempo fuese contagiosa. Ahora comprobamos aterrados que sí y que no es nuestra la patente. Desde si Camps pagó o no los trajes hasta si la boda de El Escorial fue también cuestión de un correazo, en la España seca también son capaces de imaginarse cualquier cosa y así, desde esta nuestra esquinada posición al noroeste de la realidad y de las risas, observamos que el resto de los españoles empieza a caminar francamente por senda que resulta ser común.

Quizá los últimos ejemplos no sean indicados. Los asuntos que se citan no son banales. Se tratan en los juzgados como sucede con el referido al aborto, ese conflicto social con evidente carga ideológica que ha vuelto a ser puesto en tela de juicio durante una manifestación que lo condenó, a él, no a la ley que lo pauta, sino al propio hecho, realizado en virtud de unas condiciones que lo autorizan y regulan.

Eso, tratarlos en los juzgados, es algo que no se puede hacer con los asuntos referidos a las lenguas y a sus múltiples opciones dialectales u ortográficas. La gente suele hablar como le viene en gana y las academias suelen limitarse a sancionar el uso con la autoridad que se les reconoce o que se otorgan a sí mismas. Así que olvidemos lo dicho y volvamos al tema del contagio porque el contagio existe. Hace días que las páginas de opinión de los periódicos nos regalan con la duda de si los alumnos deberán o no tratar de usted a sus profesores y de si se deberá promulgar o no una ley a este respecto. ¿Se arreglará con una ley? ¿Igual que lo de A Coruña/La Coruña?

La polémica está servida. A partir de ahora leeremos y oiremos cosas que sin duda nos han de causar gracia. Pero, en todo caso, pobrecito del profesor cuya autoridad en el aula dependa de una ley que obligue a sus alumnos a tratarlo de usted en expresión de respeto. ¿Y qué sucederá con los docentes que opten de forma decidida por el tuteo como modo de aproximación y confianza, sin merma alguna del respeto que el alumnado le deba?

Quizá queramos legislar en exceso. Somos muy dados a ello y tal tendencia no es únicamente gallega, siendo como somos de pleiteantes los gallegos, es cierto, sino que es de temer que sea expresión de una españolidad extrema. Cuestión propia del humor de una España demasiado ocupada durante siglos en el aprendizaje del catecismo, esa forma de imponer por ley lo que se debe creer y lo que es conveniente ignorar; la razón, entre otras y también fundamentales cosas. El caso es que somos muy dados a imponer por ley desde las creencias a las lenguas; desde las palabras a las músicas y ¡ay! del que no baile al son que se le toca.

Sin embargo, la gente va a seguir diciendo Coruña, A Coruña o La Coruña, Galicia o Galiza, según le venga en gana y el respeto debido a un profesor no va a depender nunca de una ley y un tratamiento, sino de una serie de actitudes conjuntadas, la del propio docente en primer lugar; la de la colectividad escolar, en segundo, e incluso la de la propia sociedad, en tercero; una sociedad que sí respetó a los profesores cuando era analfabeta y que ahora, de modo asaz curioso, cuando está alfabetizada en su inmensa mayoría y académicamente titulada en casi toda ella, no los respeta tanto. Preguntémonos por qué y si va a hacerlo por imposición legal.