Tsunamis, terremotos, ciclones, huracanes... El planeta Tierra tiene su propio lenguaje para comunicarse con sus habitantes, y lo que expresa demasiado a menudo, con una prosa carente de poesía, es que no le gustamos. Estos desastres naturales resaltan la paradoja del ser humano: vivimos de alquiler en una pensión sin el beneplácito del casero y para más inri no tenemos otro lugar donde alojarnos.

El tifón que sacudió Filipinas el pasado viernes ha acabado con la vida de miles de personas y ha dejado fuera de combate a casi cinco millones de ciudadanos en treinta y seis provincias. En una novela o en una película apocalípticas los hechos serían similares, tan solo cambiarían los datos: las víctimas no serían varios miles de personas, sino toda la humanidad. El cine y la literatura culminan el final de la Tierra de un solo golpe de guion, mientras que en la vida real la naturaleza, más inclinada al suspense a plazos, desarrolla el caos en varios tramos.

Nuestra desazón e impotencia no pueden ser mayores: la malhumorada naturaleza escribe los capítulos de la novela apocalíptica de la que somos obligados personajes y nosotros nos limitamos a ponerles el título. Antes fueron Katrina, Isaac, Michael, ahora Yolanda. Nombres humanos que intentan, sin éxito, tranquilizar a bestias cada vez más inhumanas.

Empiezo a comprender que los viajes espaciales de la empresa Mars One que pretenden llevar al Hombre a Marte no son tanto frutos del afán por el progreso y la aventura como del deseo inconsciente de encontrar una pensión planetaria cuyo alquiler no tengamos que pagar con recurrentes sangrías de vidas.