La historia del desarrollo humano es la suma de dos historias: la historia de la evolución de la razón sobre la irracionalidad propia de nuestros hermanos animales, y la historia de la construcción de colectividades por encima de la pulsión egoísta del individualismo.

Este doble desarrollo se ha ido decantando en la edificación de sociedades políticas con base en textos legales que garantizan derechos y libertades, y que tienen como cimiento primordial la Declaración Universal de los Derechos Humanos (10/12/1948) que, junto a los Pactos de Nueva York (16/12/1966) conforman la Carta Internacional de Derechos Humanos.

Las fechas certifican que la necesidad de plasmar ese desarrollo humano por escrito surge tras el naufragio político, social, ético y emocional de la II Guerra Mundial (1939-1945). Paradójicamente, la Carta de Derechos Humanos (1966) coincidió temporalmente con la publicación de ‘Capitalismo y libertad’ (Milton Friedman, 1966), una de las obras constructoras del neoliberalismo teórico que tan brillantemente llevaron a la práctica Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos (1981-1989) y Margaret Thatcher como presidenta de Reino Unido (1979-1990).

El neoliberalismo como praxis política ha ido incrementando exponencialmente los peores vicios del capitalismo y, sobre todo, ha impuesto la idea de sociedad de consumo como columna vertebral de la economía que, a su vez, se ha trasladado de manera casi directa a la política y a la ciudadanía en su conjunto. De ahí la paradoja que señalaba: el mismo año en que se consolidaban jurídicamente los derechos humanos, se ponían las bases teóricas para la ideología más tóxica del siglo XX que opera en dirección inversa a los derechos humanos.

La sociedad de consumo exacerbada por el neoliberalismo busca la maximización del beneficio empresarial con base en la creación de nuevas y falsas necesidades en el ser humano que, así, pasa de ser ciudadano a ser consumidor. La creación de estas ‘necesidades innecesarias’ pasa por la exacerbación del deseo que, así, se ha acabado convirtiendo en el valor central de las sociedades contemporáneas, por encima de cualquier sistema ético.

El deseo es totalitario por naturaleza. El cumplimiento del deseo de un ser humano choca frontalmente con el cumplimiento del deseo de otro, y solo uno puede finalmente imponerse. Los constructos legales se han ido desarrollando, precisamente, para crear espacios de consenso sobre lo que son derechos humanos y lo que son simples deseos. La diferencia entre ambos conceptos es abismal. Un derecho tiene base legal (socialmente acordada), responde a intereses colectivos, posee reglas interpretativas, ha alcanzado una construcción racional que permite confrontarlo discursivamente y proviene de una evolución histórica y una estructura social determinadas. El deseo, sin embargo, es arbitrario, coyuntural, individualista y absoluto, es decir, no sujeto a negociación ni arbitraje.

La imposición de la ley del deseo en la sociedad actual ha llevado a considerar algunos deseos como derechos, siendo la paternidad y la satisfacción de la pulsión sexual los dos más relevantes. La imposición del deseo —que al no ser derecho deviene en privilegio— siempre divide la sociedad en dos: quien cumple el deseo y quien queda esclavizado para cumplir el deseo de otro. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las mujeres que alquilan sus vientres para que otros puedan ser padres o las mujeres prostituidas para que otros puedan satisfacer sus deseos sexuales.

La sociedad de consumo, basada en la idea de mercancía desarrollada por Marx, lo convierte todo en ‘cosa deseable’. Cuando el deseo como imposición totalitaria pasa de proyectarse sobre objetos a proyectarse sobre personas, hay que determinar que la sociedad ha enfermado, pararse a reflexionar y curar las patologías. Porque entonces la idea del ‘ser’ (ética racional platónica) ha sido sustituida por la idea del ‘tener’ (denunciada por el marxismo) y, en la nueva sociedad de las imágenes, por la idea del ‘parecer’ (como advirtió Debord). La ley del deseo nos conduce irremediablemente a la sustitución de las democracias por totalitarismos de nuevo cuño. Y esto no es lo que queremos, ¿verdad?.