Este exiliado lleva camino de convertirse en lo que siempre ha querido evitar: ser un opinador profesional. Les aconsejo que pongan distancia cuando vean a uno, bien en la calle, en la pantalla, surfeando ondas de radio o amarrado a las columnas del periódico. En estos días encontrarán a muchos de ellos perorando sobre la conveniencia o no de endurecer las penas a los menores que cometen delitos de sangre.

A uno, que visto lo visto, está perdiendo la fe en los jueces, --que no en la justicia--, le parece evidente que nuestros menores lo son cada vez menos. Prefieren los Simpson a Caperucita y son capaces de formatear el disco duro de un ordenador a la edad que sus padres jugaban a la peonza o a las tabas. No tiene sentido que les consideremos capaces de asumir un tratamiento de cambio de sexo y no la responsabilidad de atizar a un profesor o golpear con saña a un animal o a un compañero de clase. Pero lo que este opinador tiene claro es que llevarse las manos a la cabeza y desenfundar la regleta no es la opción más razonable cuando salen a la palestra incidentes así. Nos ciega la pasión y la ira del momento, igual que nos deslumbra la (falsa) esperanza cuando, en un ejercicio de sensacionalismo y desconocimiento de la realidad científica, sale de la boca del presentador de turno que un laboratorio ha descubierto un remedio novedoso para el cáncer. Los argumentos de los exaltados se desarman rápidamente. Defienden endurecimiento de las penas, cadenas perpetuas o condenas de muerte para los criminales, pero siempre y cuando no sean para ellos o sus familias. Es fácil clamar al cielo cuando los culpables son los menores de los demás. Porque en caso contrario, la dura ley sería barbarie. Como nuestros hijos, nietos y sobrinos ni se emborrachan ni se drogan por las noches, tampoco serían capaces de cometer crimen alguno. Y si pasase algo seguro que no sabía lo que hacía. ¿Y la responsabilidad? De la sociedad, de las malas compañías. ¿Mi hijo algo así, señor agente? Imposible. Eso es que no conoce usted a mi hijo. Vamos, hombre, se lo digo yo.