Algunos de nuestros derechos fundamentales están en solfa. La libertad de opinión, por ejemplo. Lamentablemente, hoy como ayer, la libertad navega por mares procelosos. Hoy por mañana. ¿Qué será de la libertad de opinar, qué de la mismísima libertad de pensar en los umbrales de la distopía orwelliana? De esto hablamos cuando hablamos de bulos, de redes sociales, de verdades a medias, de cretinización de las masas y de control de los medios.

La política hoy en España está secuestrada por la propaganda. La realidad no existe, existe «el relato». Relato, un término viejo con un significado nuevo; nuevo y fantasmagórico. Ilusionismo político. La batalla política pasa por cambiarle el nombre a cuanto sucede para, tras ello, hacernos creer que hemos visto lo que no ha sucedido. Los muertos ya no son muertos, son «la curva». El parón no es parón, es «hibernación». En este pudridero moral la verdad está en manos de ilusionistas. Gabinete de la Presidencia, por ejemplo. Vivimos atropellados por una campaña de propaganda descomunal, donde falta rebozo y sobra presupuesto. La libre opinión, para aquellos a quienes irrita, es tan solo un «bulo» a perseguir. Cuando estaban en la otra orilla invocaban la libertad de expresión y bramaban contra la censura. En las calles y en las redes. Ahora, en el poder, el lenguaje que emplean para las mismas verdades es otro. Todo lo que no les cuadra son «bulos». Ahora opinar (en su contra) es un crimen. Ahora opinar (en su contra) es un delito de odio. La antaño muy abominable censura es hogaño sacrosanta «verificación». Y lo malo, como por encantamiento, pasa a ser bueno. Sin vergüenza. Le llaman filtrar. Y filtran. Ellos y torvas marejadillas de rendidos aplaudidores siempre dispuestos a gritar ¡vivan las cadenas!

Tratan de acallar a cuantos no opinan como ellos. Y en esa tarea vale todo. Todas las herramientas valen. Vale la ley a la que antes llamaban mordaza, esa misma que ahora se les queda corta. Vale asaltar con descaro la Fiscalía General del Estado. Vale retorcer las encuestas del CIS. Vale cerrar el Portal de Transparencia. Vale la apropiación indebida de TVE. Y, finalmente, vale entregar a elementos de su cuerda lo que llaman verificación de las publicaciones en las redes sociales. En realidad deberían llamarlo censura. ¿Bulos? ¿Cómo pueden hablar de bulos cuando la información oficial no es información veraz? ¿Quién va a decidir lo que son bulos? ¿Ellos, que son, en sí mismos una trola inmensa? ¿Iglesias, declarado y contumaz enemigo de la libertad de prensa? ¿Sánchez, arquetipo del trolero?

No. No debemos callar. La libertad en la que aún vivimos, y en la que queremos seguir viviendo, nos exige alzar la voz. César Calderón ha puesto el dedo en la llaga en un reciente artículo suyo publicado en Público. El gobierno fomenta comportamientos gregarios y acríticos. El discurso, machaconamente repetido desde la sala de máquinas de Moncloa, pasa por imponer dos ideas repetidas ad nauseam: una, la oposición debe callar y apoyar al gobierno mientras dure la crisis; y dos, a este virus solo lo paramos unidos. La primera afirmación pretende suspender sine die la democracia y evitar que la oposición cumpla su función constitucional. La segunda, tan descalabrante como la primera, quiere convencernos de que no hay otra salida para esta crisis (en lo político y en lo económico) que la que propone el gobierno. Lo escribió César Calderón y, en unos días, ha pasado de estar dentro a estar fuera. O sea, de patitas en la calle. ¿Censura? ¿Bulos?

No lo olvidemos, nunca se está lo suficientemente callado ni se es lo suficientemente servil a ojos del tirano. No lo olvidemos, la piedra angular de toda tiranía es aquella que amordaza la libertad de opinión. Por eso hoy en España solo cabe un pacto honrado: el de quienes sean capaces de conjurarse en defensa de las libertades amenazadas.