Dramaturgo

Muchos aspiramos a la gloria literaria. Por diversos caminos como el teatro, la poesía, la novela o el ensayo queremos saciar nuestra sed de perpetuación, dado que los avances en medicina no nos dicen claramente en qué condiciones mentales podríamos cumplir los cien años. Aspiramos a la gloria literaria del mismo modo que algunos jóvenes aspiran a la gloria musical con operaciones triunfales. Pensar que veinte años después de nuestra desaparición sigan recordando nuestro nombre los lomos de un libro o se reciten los títulos de nuestras obras en una escuela que lleve nuestro nombre y que estará en una calle llamada como nosotros, palía, en parte, la desazón que nos entra cada vez que reflexionamos sobre nuestra finitud. Somos finitos y de poco recorrido en vuelo como las perdices, somos poco más que un nombre en un carnet, una nómina en algún sitio y una presencia frente al espejo del baño, somos casi nada y casi todo, y precisamente ahí radica nuestra grandeza. Que se lo pregunten a Gabriel García Márquez, que habiendo alcanzado ya la gloria literaria, consigue sorprendernos con Vivir para contarla, su última obra, y lo hace de la forma más sencilla, de una manera tan simple que a todos los que aspiramos a esa misma gloria, se nos pasó por alto. García Márquez utiliza un viaje con su madre en tren hacia el pueblo donde nació para vender una casa. ¿Se imaginan la cantidad de obras maestras que al calor de los negocios inmobiliarios podrían haber surgido si el talento sobrara entre nosotros?

No le demos más vueltas, a la gloria se puede llegar contando una venta, un amor imposible o cómo nos convertimos en escarabajos todas las mañanas; sólo hace falta talento.