Terribles agresiones en grupo como el de las pasadas Navidades en Colonia o escenas como las que se sucedieron en los Sanfermines son algunos de los ejemplos recientes -y conocidos- del machismo que no cesa, una actitud que sigue imperando en nuestra sociedad y que se basa no solo en la falta de respeto por la libertad del otro (de la otra, para ser exactos), en intervenciones grupales y anónimas o en posturas cada vez más violentas, sino también en una consideración moralmente repugnable: la pretendida superioridad del hombre sobre una mujer que o bien es pasiva y vulnerable o bien -para vergüenza de quien así opina- incita, ella misma, a la violencia sexual. La violación no es fruto del trastorno mental ni se refiere solamente a lo tipificado en el Código Penal. Como advierte la ensayista Rebecca Solnit en el reportaje publicado por este diario, «las raíces del odio y la violencia contra la mujer están en la cultura en su conjunto». Están en cada uno de los actos, conscientes o no, en los que se refleja el dominio del patriarcado y el desprecio por la dignidad de la mujer en el día a día.

No solo deben castigarse y evitarse las agresiones, los abusos o los homicidios de género sino que, a partir de la educación, entendiendo el feminismo como un humanismo, es urgente luchar por una sociedad en la que desaparezca cualquier ofensa o discriminación sistemática.