Hace 30.000 años los humanos ni conocíamos la figura de Dios. Por aquel entonces y hasta el 3.000 antes de Cristo, todos y cada unos de los fenómenos de la existencia, vida y muerte, luz y sombra, caos y orden, se le atribuían a las diferentes advocaciones de una gran diosa, maternal y que se representaba con grandes atributos femeninos. La mujer era considerada el origen de la vida, la base de la sociedad, y como bien retrata Pepe Rodríguez , en su Libro Dios nació mujer , tenía en sus manos el control de la producción de alimentos, de las instituciones sociales, y fue la protagonista de la mayor parte de los adelantos técnicos descubiertos durante toda la era preagrícola, y hasta la aparición de la vida sedentaria, momento a partir del cual se vio desposeída de su ancestral poder por el varón, dueño ya de los medios productivos.

Fue a partir de entonces --y por intereses económicos-- cuando la mujer queda relegada a un plano de sumisión, y encajada en el papel de propiedad del varón, como último eslabón de una estructura social jerárquica, de clases, que se sostiene en las grandes religiones monoteístas, paralelamente aparecidas, y cuyos dioses masculinos refuerzan la nueva estructura.

En el Antiguo Testamento la mujer aparece ya como lo negativo , la representación del pecado, con una Eva que, sin entidad propia y fruto de una simple costilla del varón, encarna la tentación y el mal. Este planteamiento se repite a lo largo de la Biblia y mientras los patriarcas bíblicos acaparan el protagonismo de los textos la mujer aparece siempre en un segundo plano, que solo cobra importancia como espejo del mal, como por ejemplo, las hijas de Lot, que en la pecadora Sodoma emborracharon a su padre para quedarse preñadas de él.

En el Nuevo Testamento las interpretaciones machistas de los textos bíblicos realizadas por la Iglesia católica se acentúan, transformando la figura de una María joven, pletórica y madre de siete hijos, según el estudio realizado por el escritor y periodista Juan Arias , en esa mujer anodina hecha para el dolor, para la aceptación resignada, que sin capacidad de iniciativa y consagrada de por vida a la castidad, hasta el punto de desconocer el sexo, es transformada por la jerarquía eclesiástica en la referencia femenina de toda mujer para la cultura cristiana.

La Iglesia católica, que en ese aspecto, nada tiene que envidiarles a la Religión islámica, o a la judía, organiza su jerarquía al margen de la mujer, que es relegada al mero papel de sierva, impidiéndole el acceso a cualquiera de los cargos de su estructura jerárquica e imponiéndole una moral que la subordina al hombre, poseedor de los recursos económicos, políticos y religiosos.

XSON MUCHASx, y diversas, las voces que denuncian el sistemático planteamiento discriminatorio en la interpretación de los distintos libros sagrados, como la Biblia o el Corán, demandando que la lectura de dichos textos no se utilice interesadamente para mantener supeditada a la mujer.

En un mundo donde la frontera entre el poder civil y religioso ha sido históricamente confusa, las leyes discriminatorias contra la mujer han permanecido hasta no hace mucho tiempo. Ha sido la concepción de una sociedad laica, basada en los derechos humanos, la que ha posibilitado la equiparación legal de la mujer occidental .

En la actualidad, y según los últimos informes de Amnistía Internacional, al menos 36 países mantienen en vigor leyes discriminatorias para la mujer, por razón de su sexo. En su informe, titulado La discriminación, raíz de la violencia , determina que las discriminación contra la mujer es la raíz fundamental que sustenta la violencia de género, afectando a una de cada tres mujeres en el mundo, y pide a los gobiernos que ratifiquen sin reservas la Convención de la ONU sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer.

Actualmente, la evidencia de la intolerable discriminación que la mujer padece en los países islámicos es justamente uno de los obstáculos insalvables para el necesario encuentro entre culturas, o Alianza de Civilizaciones .

No me cabe duda que a medida que la mujer se incorpore al mundo laboral, y acceda a la independencia económica, la evolución hacia la igualdad de oportunidades entre ambos sexos es sólo cuestión de tiempo, entre otras cosas porque la economía manda y la mujer es un motor al que no puede renunciar medio mundo. Pero además existe una sensibilidad creciente de condena hacia las actitudes discriminatorias, que se refleja en la Carta de los Derechos Humanos, y en las libertades individuales de los países democráticos, sistemas que sólo pueden concebirse en un Estado laico, basado en el respeto al libre pensamiento, y donde la religión no sea utilizada para mantener intereses materiales, ideologías políticas, o en este caso, discriminación machista.

*Profesora de Secundaria