Portavoz de Interior del PSOE en el Congreso

El futuro ya no es lo que era. Tenían razón Felipe González y Juan Luis Cebrián cuando titularon así su libro de conversaciones. Algunos, los "progres rancios" según las agresivas descalificaciones del jefe de Gobierno, deseábamos la vigencia universal de los derechos humanos y la consolidación del progreso en paz en las relaciones entre pueblos y países que gradualmente se iría consolidando e institucionalizando por medio de las Naciones Unidas, el Tribunal Penal Internacional, la Unión Europea, etcétera. Apostábamos por el hombre, porque como había escrito B. Brecht en su obra sobre Galileo, "si no creyera en el hombre, no tendría fuerzas para levantarme cada día de la cama". Queríamos dar más crédito al humanismo optimista que trató de demostrar en términos históricos el ilustrado y revolucionario francés Condorcet, en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, que al mundo de maldades y crímenes descrito por Maquiavelo o al desesperanzador realismo del hombre lobo para el hombre y de la lucha de todos contra todos que fundamentó la filosofía política de T. Hobbes y que hoy inspira la actuación de los halcones del gobierno norteamericano.

No nos equivocábamos quienes pensamos así. Pero la crisis de Irak ha puesto al descubierto que hoy en el mundo las cosas no van por ahí y que, como diría el periodista neoconservador Robert D. Kaplan estamos ante "El retorno de la antigüedad" y el renacer la política de los guerreros; "el mundo no es moderno ni posmoderno, sino simplemente una continuación del antiguo: un mundo que, pese a sus tecnologías, los mejores filósofos chinos, griegos y romanos habrían podido comprender". Si la barbarie y violencia que imperaba hace dos mil años resulta ser un paisaje familiar aun hoy día, para un hombre que hubiera vivido hace dos mil años sería porque el progreso humano que creíamos logrado a lo largo de ese período era una pura fantasía.

Los bienaventurados mansos ya no heredarán la tierra; los contemporizadores son despreciados porque se les considera más amables que sensatos; los pacifistas, aunque constituyan el 90% de la sociedad española, no son gente responsable y forman parte de una secta de peligrosos radicales hacia los que algunos apuntan con el Código Penal Militar español con la idea de que debieran ser los tribunales militares los encargados de encausar a quienes participen en manifestaciones contrarias a una guerra, aunque esa guerra sea ilegal o inmoral. Las minorías gobernantes que sin amparo de la ley o la moral son partidarias de soluciones extremas de carácter bélico a los problemas humanos tratan de estigmatizar y acorralar, como si se tratase de un rebaño entontecido e indefenso, a la mayoría de gentes sensatas, pacíficas y de buenos sentimientos, cubriéndola de insultos y amenazas. Como ha dicho el norteamericano conservador Kaplan, y ha repetido el señor Aznar, lo más acertado es seguir el consejo del filósofo chino Sun Zi en su libro El arte de la guerra: "Un verdadero comandante no se deja influir jamás por la opinión pública".