Amí me basta la vida. Esta de ahora y la de antes de ayer. La de mañana ¿quién sabe? Me basta mi habitación y una manzana verde. Me bastan mis alas, que son los versos, la flor de harina de mi cocina y el alma de Itzhak Perlman, el virtuoso que hace llorar como nadie, el Concierto para violín de Brahms.

Me basta, para volar sobre los días, La Barcheta, de Reynaldo Hahn, al que imagino susurrando al oído de Proust, subidos a una góndola, remando al viento, salpicándose del agua bautismal de Venecia, buscando el tiempo perdido. Sosteniendo ambos, las columnas de su amor a golpe de escondite y viola... Navegando sobre la mar gruesa de todos los golfos y estrechos, que dibuja, a capricho sobre el orbe, la mano de Dios.

Los imagino viviendo esquinados, escritor y músico absortos en la contemplación de los fríos; viviendo empapados en una casa abierta a los océanos. Una casa llena de puertas que dan al oriente y ventanas, al septentrión; un porche al mediodía y un dormitorio al poniente. Una casa en la que escribir y componer, escritor y músico, la culminación de una suite para enamorados.

Mientras escribo, le van cayendo al violín de Perlman, lagrimones del tamaño de una uva moscatel. ¡Quién sabe si Proust llegó a encontrar el tiempo perdido o Mann su montaña mágica! Ahora eso ya no importa. Importa vivir; arañarle al tiempo un grano de sal; un paseo más por la última playa y el libro que dejamos a medias con la arena del último verano metida entre sus páginas.

Importa salvarse a una misma del temporal que arrecia; del tedio que ha hecho nido en un balcón sin sur. Importa limpiar la herida, evitar que ahonde hasta el hueso y se haga luto perenne; importa salvarnos del desasosiego.

Escribo desasosiego y suena a siega. A demasiadas «s» tropezando sin freno en el mismo renglón. Resbalándose, deslizándose, empujándose, enjugando y jugando a saltar por encima para no conjugar los verbos.

Por suerte, me basta mi casa y una manzana verde. Me basta el recuerdo de una acera de Lisboa y el azul crepuscular de un azulejo. Me basta la voz de Gérad Souzay en bucle, cantando La Barcheta... convirtiendo mi casa en un afluente más del Gran Canal. Escribo este penoso artículo sobre una laguna de lágrimas, teniendo para mí sola el canto del gondolero que imaginó Reynaldo y traspasó el corazón huidizo de Proust.

Me basta respirar y aspirar de la rosa la parte que me corresponde. Oler el dibujo de sus pétalos y seda; volver a mi casa y dar cuenta de las otras flores... las que esparcen el sol en mi salón. Me basta saber que los parques se relamen con el agua de las últimas lluvias y me basta, con ver el festín desde mi ventana.

¡Belleza, líbranos del mal!

Me bastan mis poemas como setas diseminadas por este bosque sin hadas. Y me basta con deslizar cada mañana las cortinas, como si fueran alas de gaviota, asomar el corazón, coger un tazón de porcelana de cielo con su nube de leche y un terrón de tierra de alguna maceta. Me basta con lo que tengo pero también me basta lo que no tengo.

No tengo el correr del agua. Pero ¿quién lo tiene? No tengo certezas. Pero ¿quién las tiene?

Tengo el bostezo y este útero cálido, que es mi casa.

No tengo, ni cerca ni lejos, sencillamente no tengo, el olor de Extremadura, ni su luz, ni sus madrigales, ni su alborada, ni el humo de sus tejados. En cambio, sé que me pertenece y corresponde alguna de sus muchas flores.

No tengo el reflejo de un fresno.

No tengo ya la costumbre del viaje; del coche entrando por las calles de mi pueblo; del sol deslumbrando la carretera.

No tengo más que un verso siempre en la boca. Y una manzana verde.

* Periodista