TCtuando aparecieron las horribles camisas de nylon, hubo algunos machos ibéricos que teorizaron sobre la disminución de los matrimonios, según la lectura machista de la época, a través de la cual se colegía que los hombres se casaban porque no sabían planchar las camisas. Aquellas camisas indestructibles y tiesas fueron desapareciendo a medida que aumentaba la renta per cápita, y el número de parejas de distinto sexo que decidían casarse se mantuvo constante, al margen de las novedades del comercio textil.

Ahora, se anuncia la explotación de una patente gracias a la cual se fabricará una máquina que lavará la ropa, la secará y la planchará, y me imagino a las madres maduras, llamando por teléfono a sus hijos recién emancipados para darles la enhorabuena, porque el planchado de las camisas en las parejas jóvenes corre a cargo del elemento masculino.

Hay teorías científicas, muy arraigadas, que basan el mantenimiento del matrimonio en el instinto de reproducción de la especie, pero visto y comprobado el escaso entusiasmo reproductor de las parejas jóvenes, creo que es llegado el momento de revisar las teorías, puesto que descartado el planchado de las camisas y excluido el impulso genético que lleva a tener hijos por los procedimientos tradicionales, habrá que barajar nuevas hipótesis sobre la inmarcesible atracción del matrimonio.

Si la nueva máquina no aporta cambios estadísticos, habrá que llegar a la conclusión que las mujeres no se casan porque los hombres se planchen las camisas, pero tampoco lo hacen para quedarse embarazadas, estado al que se puede llegar sin pasar por el juzgado o la vicaría. ¿Por qué entonces? Queda la paella del domingo en casa de lo suegros y las bonitas discusiones acerca de los cuñados, pero parecen motivos muy magros para producir el entusiasmo que lleva hasta el matrimonio. Desde que le leí a Spengler La decadencia de Occidente no había estado mi ánimo tan turbado.

*Periodista