Hace poco, Sofia Corradi, conocida como ‘Mamma Erasmus’ por haber iniciado el conocido programa de intercambio de estudiantes, recibía la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio. Un año antes, había recibido el premio de la Fundación Academia Europea de Yuste. Galardones merecidos, pues pocas cosas han reforzado el sentimiento europeísta como las becas Erasmus. Ahora ya se ha convertido en algo casi banal, pero antes eran pocos los estudiantes que se iban de Erasmus y la mayoría marchaba a Italia o Portugal, por la cercanía del idioma o, si eran de posibles, al Reino Unido, para que se les pegara el inglés británico. Mi destino fue Marburgo, una ciudad del tamaño de Cáceres y con una universidad con la que la de Extremadura tuvo el acierto de firmar uno de sus primeros convenios.

Precedentes ilustres no faltaban, como Ortega y Gasset, que estudió allí justo un siglo antes (de 1905 a 1907) y la definía así: «Es una pequeña ciudad gótica, puesta junto a un manso río oscuro, ceñida de redondas colinas que cubren por entero profundos bosques de abetos y de pinos, de claras hayas y bojes espléndidos. En esa ciudad he pasado yo el equinoccio de mi juventud: a ella debo la mitad, por lo menos, de mis esperanzas y casi toda mi disciplina». También Martin Heidegger recalaría en Marburgo entre 1923 y 1927. Allí escribió Ser y tiempo, uno de los textos filosóficos fundamentales del siglo XX, y allí comenzó su romance con Hannah Arendt, entonces una estudiante a la que llamaban «la de verde» por ir siempre con un abrigo de ese color.

Heidegger sucumbiría a la fascinación hitleriana, y es que Marburgo fue bastante nazi. En 1920, una manada de estudiantes marburgueses había asesinado a quince obreros comunistas y quedado absueltos. Tras la Segunda Guerra Mundial cambiaron las tornas, sobre todo desde los 60, cuando se fundaron los estudios de ciencias políticas y Marburgo se ganó la fama de «universidad roja» a la que aún hacía honor cuando estuve allí. Mis mejores amigos (Mirko Peitz, Jan Brettschneider, Viktoria Kändler), estudiaban Ciencias Políticas y Español, con ese sistema de doble grado por el cual se sabe de más cosas pero menos de cada una. El alcalde socialdemócrata, bonachón y cervecero, ganaba las elecciones sin problema. Como Tubinga, Friburgo o Heidelberg, era Marburgo una ciudad que vivía de los estudiantes y en la que todo incitaba al estudio. La tradición de una universidad con casi seis siglos de antigüedad se notaba y maravillaba comprobar que tenían, por ejemplo, la colección completa de Revista de Occidente (quizás un regalo de Ortega). Marburgo era como hubiera podido ser Cáceres si no se hubieran empeñado en trasladar las facultades a un desangelado campus en las afueras y en tratar a los estudiantes como a vacas lecheras.

Me dio pena enterarme de que Marburgo entró en cierta decadencia. Allí ya no paran como antes los trenes de alta velocidad, y para ir a Berlín hay que hacer transbordos. Y la Facultad de Letras, donde se podía estudiar desde ruso a hindi, está de capa caída. Según supe por el catedrático Ulrich Winter, el departamento de Romanísticas, donde enseñaran Erich Auerbach o Werner Krauss, estuvo a punto de cerrar por falta de alumnos, ante la impaciencia de un rector que solo pensaba en lo rentable. No corren, desde luego, buenos tiempos para el humanismo sin provecho inmediato.

*Escritor.