TLta falta de agua, el aumento de las temperaturas y el abandono de los pastos son la causa de que cada vez veamos menos mariposas. Otros veranos revoloteaban sobre las piscinas, blancas y simples, y mucho antes, eran enormes y se colaban por las noches en los veranos eternos de la infancia. Hace tiempo que no veo mariposas como esas. Eran oscuras y solían preceder a las tormentas de agosto, con sus goterones lentos y pesados, que dejaban un rastro de hormigas voladoras en la calle. Nunca supe cómo se llamaban ni me preocupé por averiguarlo. De las ciento cincuenta mil especies descritas, apenas conocemos algunas. Las nocturnas convivieron con los dinosaurios, se adaptaron a todo tipo de climas y han colonizado desiertos, altitudes y nieves perpetuas. Son fundamentales en la polinización, emigran, vuelan sobre los campos como expertos pilotos y exhiben rituales de apareamiento acordes con su colorido. Algunas han desarrollado sofisticados sistemas de defensa como ojos falsos sobre las alas o coloraciones llamativas. Su principal depredador, por supuesto, somos nosotros. Cuando éramos niños las perseguíamos atolondrados con cazamariposas caseros. Algunas acabaron en tarros de cristal o en colecciones que ahora se me antojan horrendas. Otras veces los mayores nos reprendían para que no tocáramos sus alas. Nos decían que tenían una sustancia mágica que las hacía volar, como a las hadas. Eran hermosas de lejos; de cerca asustaban un poco, como casi todo lo bello. Recuerdo praderas inmensas cuajadas de mariposas blancas y el revoloteo perezoso de algunas en las siestas, al lado del agua helada de las gargantas. Ahora, igual que los melocotones que nos dejaban pelusilla en los labios, los tomates que sabían a tomate, y los huevos amarillos que nunca supimos apreciar, las mariposas empiezan a desaparecer. Y por encima de cualquier metáfora sobre su revoloteo en el estómago o cualquier recuerdo de una infancia perdida, flota el desasosiego de darse cuenta del mundo que estamos dejando a nuestros hijos.