En cada época del año se repiten las mismas o parecidas noticias (la historia de España es monotonía). En septiembre toca la cuestión catalana. Este año, disfrazada de martirologio. Los líderes del independentismo catalán siempre han sabido venderse como víctimas de los abusos del centralismo del Estado español. Y la verdad es que a corto plazo les ha ido bien. Después, la historia ha desvelado la farsa y ha podido demostrarse que, salvo contadas excepciones, los excesos independentistas ocultan oscuras razones; la mayoría de índole económica y en beneficio propio.

Las actuaciones histriónicas de ciertos personajes nacionalistas cuando se les lleva ante los tribunales cada vez van teniendo menos respaldo popular. Parece que el sentido común se impone. Quizás todo sea obra de la necia vanidad de los que intentan esconder su frustración política o acallar asuntos ilegales; o tal vez de los que pretenden sustraerse al imperio de la ley buscando espacios de impunidad y privilegios. Sea lo que fuere, la terca arrogancia de estos señores feudales de nuevo cuño da la impresión de estar empeñada en poder controlar a su antojo los poderes del Estado para substraerse a la acción de la justicia.

El Estado debe juzgar a los que quebrantan la ley, lo hagan en beneficio propio o bajo la excusa de actuar en nombre de un determinado pueblo (no solo en nombre de la libertad se cometen excesos). Y en este caso se pretende que la población catalana se alce contra la democracia, la cual, como sabemos, no puede existir sin respeto a la legalidad vigente. La igualdad de todos ante la ley es un valor que se ha alcanzado a través de la razón, y no siempre de forma incruenta.

Hasta ahora el sentimiento secesionista catalán estaba en alza. Parece que en estos momentos, si no existe un retroceso, al menos se ha estancado. Sin embargo, no debemos olvidar que la cuestión secesionista no es una veleidad pasajera. Es un problema político no resuelto, y la apatía gubernamental no lo va a resolver. El secesionismo crece porque a la juventud, en vez de educarla en el compromiso, en la concordia o en la solidaridad, se la adiestra en la disparidad, en lo que los nacionalistas denominan identidad propia. Y la clase política secesionista prodiga un modus operandi que favorece a los adictos a la causa. Se crean valores ideológicos que ensalzan la nación, la lengua, la ideología separatista. Pero solo hay que asomarse a la historia para darnos cuenta de que el encumbramiento de valores sesgados que se apoyan en utopías, credos o ideologías cerradas siempre han acabado en totalitarismos.