El presidente del Gobierno lo advertía el martes: «Lo más duro está por llegar». Era una advertencia preventiva, aunque nadie ignorara cómo sería la progresión de la epidemia, con los datos que ya se tenían de China y con los que empezaban a llegar de Italia. Bastaba el periódico, la radio, la televisión, para saberlo. La progresión sería explosiva, sin bien con la esperanza -hay que decirlo- de que se mantendría el canon inicial, mezquinamente, es decir, el binomio edad/patologías previas. La advertencia del presidente era de preparación, tanto para enfrentar el confinamiento como para encajar las cifras de muertos e infectados. Y el sábado, tres días después, volvió a recordarla: «Queda la ola más dura, que pondrá al límite nuestras capacidades».

Para esta semana que empezó ayer, y que se considera crítica, la cuarentena ya no es una norma que deba acatarse -aún habrá casos, por supuesto-, sino una medida de supervivencia. No es por ley que la gente se quede en casa y evite incluso la reunión de vecinos. Si al principio fue por sentido común, el aislamiento se ha impuesto ahora por instinto. No se trata de preservarse para dar tiempo a que sanen los enfermos y poder enfermar luego los demás, sino de preservarse para no enfermar, directamente. Las estadísticas y las curvas sobre la evolución del virus son útiles cuando no se es un dato más en ellas, cuando todavía se pueden observar con curiosidad de entomólogo: la de los contagios sube, la de los curados se estanca, la de los muertos... Pero el crecimiento exponencial de la epidemia -el porcentaje mundial de infectados varía por horas- y las características de los casos -no hay una víctima tipo- pueden resultar psicológicamente letales, sobre todo ante la impotencia de los servicios médicos y la seguridad de que no serán diez mil, cien mil, un millón, los afectados, porque no hay un máximo.

Nadie estará preparado para esto. La reclusión podrá contener los contagios, siempre que la situación no dure indefinidamente, pero no podrá evitar la sensación de irrealidad, esos instantes puramente alucinatorios. Y el ánimo podrá mantenerse intacto si se ignora la realidad, solo que eso es imposible.

Lamento el optimismo.

*Funcionario.