No soy yo, o quizá soy yo, pensándolo bien, realmente soy yo. La cuestión es que me sorprendo a mí mismo escribiendo estas palabras. Y me sorprendo porque normalmente, hasta ahora, no he sido nada manifiesto ni explícito en este sentido, tal vez todo lo contrario, más bien silencioso, esquivo y ausente. ¿Me estaré haciendo mayor? Espero que no, o sí, pero vale la pena. Uno está dispuesto a montarse en globo, tirarse en paracaídas, hacer acrobacias excéntricas, etcétera, pero le cuesta más sentarse y con la cercanía y honestidad que debería caracterizarnos, sin grandes pompas ni heroísmos, trasladar la cotidianeidad del cariño y del aprecio, y por supuesto del amor. Y no es tanto a las personas que uno va conociendo a lo largo de su vida (que también): amigos, parejas, compañeros, etcétera. Sino que me refiero a aquellas que de una u otra manera, con mayor o menor intensidad, nos han acompañado, con mayor o menor tiempo, desde la infancia, y que, como dice la sabiduría popular, no se eligen. Sí, la familia. En este cuento que es la vida, como diría el poeta, suceden cosas buenas, cosas menos buenas, e incluso nada buenas. Pero la familia, en la mayoría de las ocasiones, es de las cosas que damos por sentado, asignado y merecido, y que suele componer el catálogo de las cosas buenas, de lo importante, pero por obvio, presente o constante (afortunadamente) pasa por desapercibido. Porque suele ocurrir que uno pretende buscar allá a lo lejos, en el horizonte, creyendo que el dorado está en nuevos territorios (que también) y olvida que muchas veces los tesoros están bajo nuestro pies. No se me entienda que estoy haciendo apología de la familia, del modelo tradicional y tan manipulado, que nunca se sabe por dónde sacan el hilo, sino de la necesidad del re-conocimiento a madres, padres, primos, tíos, abuelos, sobrinos, etcétera, que tanto por lo mejor como por lo menos mejor, en todas las familias cuecen habas, nos han otorgado el placer inaudito de vivir en buena compañía. Prometo a la mía que antes de escribir esto no he bebido. Roberto Bolaño tuvo que encontrar a Carolina , a mí me vino dada, qué fortuna.