La mayor matanza en Estados Unidos desde el 11-S se produjo en la madrugada del domingo en un club de Orlando, popular entre la comunidad gay de la ciudad, cuando un individuo irrumpió a tiros en el local. Mató a 50 personas e hirió a otras 53 antes de ser abatido por la policía. Fue el tiroteo con más víctimas en un país en el que estos sucesos se han acabado por convertir, desgraciadamente, en algo casi cotidiano. Omar Mateen, un joven estadounidense hijo de padres afganos, fue identificado como el autor y sus orígenes despertaron sospechas de que fuera un acto terrorista --una de las vías de investigación del FBI-- de un lobo solitario que actuó en nombre del Estado Islámico. La organización yihadista así se lo atribuyó a través de AMAQ, considerada su agencia de noticias, y definiendo a Mateen como "un combatiente". Mayor cautela tuvo, lógicamente, la declaración de Obama que habló de "acto de terror y acto de odio". Ese segundo matiz apelaba a un crimen homófobo, la versión que difundió el padre del asesino. Donald Trump, mientras, reaccionó de forma oportunista, y en clave de campaña, criticando a Obama y a Hillary Clinton. La masacre reabrirá en EEUU, y de forma residual como otras veces, el debate sobre la posesión sin control de armas de fuego. El efecto es que es el país con mayor número de armas, casi una por habitante. Y van a parar a manos de un estadounidense radicalizado hacia el yihadismo o de un sanguinario desequilibrado. O ambas cosas a la vez.