WHwace unos días, el escenario de la sinrazón integrista fue Londres. El sábado, Egipto --el único país árabe que mantiene relaciones diplomáticas con Israel y considerado por los fundamentalistas islámicos como un lacayo de Occidente--, donde los terroristas suicidas causaron decenas de muertos. El horror se multiplica en un mapa de violencia cambiante, en el que Al Qaeda actúa como una multinacional del terrorismo, con sus grupos coordinados más por ideología que por estrategia. En este sentido, el atentado de Sharm el Sheij no parece vinculado a los de Londres, pues los expertos creen que la acción llevaba tiempo planificándose. Pero no hay que olvidar la detención de un joven egipcio que estudió química en Leeds y que podría estar relacionado con la confección de los artefactos del 7-J.

En la conciencia pública occidental no puede dominar la desalentadora idea de que es imposible evitar estas matanzas, de que no hay soluciones. Los líderes del mundo deben unirse para dar seguridad, pero nunca a cambio de libertades.

El aniquilamiento en Londres de un sospechoso que nada tenía que ver con los atentados señala el bárbaro e inadmisible camino que no se puede seguir.