El que podría considerarse un autoexilio de Juan Carlos I es una decisión de Estado que, aunque no carece de inconvenientes, encierra más ventajas para la Corona y más indicaciones para el buen funcionamiento institucional. Por varias razones. La primera, porque el rey emérito abandona la Zarzuela que es la residencia oficial de la Jefatura del Estado, un complejo de Patrimonio Nacional, sufragado por fondos presupuestarios. La segunda, porque al no desplazarse Juan Carlos I a otra residencia en España, se evita que utilizase una vivienda pública o privada cedida por un particular que obligaría a un costoso despliegue de seguridad policial y le expondría a la lógica curiosidad pública. Por fin, la marcha del rey emérito al extranjero implica una sanción más que simbólica a comportamientos en los que él mismo no ha podido negar haber incurrido.

El único y principal inconveniente de esta decisión consiste en la natural suspicacia de no pocos ciudadanos que entenderán que este autoexilio es, eventualmente, una forma de sustraerse a la posible acción de la justicia. El letrado de Juan Carlos I salió al paso de esta especulación, de forma coordinada con la nota de la Casa del Rey, asegurando que el anterior jefe del Estado estará siempre a disposición de la justicia. De tal manera que comparecería ante ella -en la instancia que le corresponda- si es llamado para hacerlo.

El radical apartamiento de Juan Carlos I -que era un factor de distorsión para la Corona y para Felipe VI- ha sido a su iniciativa tras conversaciones largas y difíciles entre padre e hijo, con los debidos asesoramientos de la Casa del Rey bajo la jefatura de un hombre de gran experiencia como Jaime Alfonsín, abogado del Estado en excedencia y que acompaña al Rey desde hace un cuarto de siglo. Por otra parte, esta decisión no sólo la ampara y respalda el Rey -y se ha realizado a su sugerencia- sino que se ha ido cuajando en conversaciones muy discretas entre la Zarzuela y la Moncloa que no han dejado de valorar todas las alternativas posibles.

La decisión es de Estado, por lo tanto, pero también es histórica porque carece de precedentes. Isabel II fue expulsada del trono en 1868 cuando estalló la Revolución Gloriosa y se trasladó a París en donde murió reinando su hijo Alfonso XII. También fue destronado Alfonso XIII el 14 de abril de 1931 que se exilió en Francia -salió de España por el puerto de Cartagena hasta Marsella- y murió en Roma. Sin embargo, aquí no estamos ante un cambio de forma de Estado, sino ante el apartamiento radical de la vida pública del rey que declinó sus poderes recibidos de la dictadura de Franco en unas Cortes Constituyentes que alumbraron la Constitución de 1978 en la que se configuró una monarquía parlamentaria que ahora titulariza su hijo.

Adelantar hipótesis sobre las consecuencias del autoexilio de Juan Carlos I podría ser prematuro en un contexto social, político, económico y sanitario muy complejo y que demanda esfuerzos y energías. Y en el que sobraba la fricción que la presencia de Juan Carlos I en la Zarzuela implicaba, con el cúmulo de especulaciones que conllevaba y el consiguiente desgaste para Felipe VI y, por derivación, para todo el sistema constitucional. Si se pedían decisiones, y sin perjuicio de las que adopte la justicia, la de ayer fue la mejor de las posibles aunque, como todas las que se adoptan, no lleven a la unanimidad sino a la controversia. No podrá, sin embargo, aducirse que el jefe del Estado no ha sido contundente. H