El otro día fue el cumpleaños de mi madre. Desde una oficina de Philadelphia, a más de 3.500 millas de distancia, en mitad de una tarde que para ella ya era noche, la llamé para felicitarla. Me costó tres intentos dar con ella y, cuando por fin lo conseguí, me contó entusiasmada que el teléfono no había parado de sonar en todo el día y, lo más importante, que sus compañeros de trabajo le habían organizado una pequeña fiesta sorpresa. Había salido temprano desde Badajoz hasta Navalmoral de la Mata para asistir a una reunión y, justo en este pueblo, sentados a la mesa de un restaurante donde almorzaron cuando se acabó la tarea, alguien sacó de debajo de la mesa una tarta con dos velas: sesenta años. La alegría no era para menos; comenzar una década tan emblemática rodeada de gente que te aprecia y se preocupa de festejar tu nacimiento provoca felicidad. Entre todos, habían conseguido convertir la rutina laboral en un evento memorable. Mi madre, sin disimular su regocijo, exclamó desde el otro lado: «¿qué mejor cosa posible que cumplir años así?» -lo cual me dejó muda, triste, dándole vueltas a una palabra que acababa de fracturarlo todo.

Posible. Con su habitual naturalidad y buen ánimo, mi madre elegía un vocablo por el que se filtraban las innumerables imposibilidades entre las que se encontraba mi presencia en un día tan señalado. El hecho de que aquella fiesta fuese lo máximo a lo que pudiese aspirar, según expresaba aquella frase tan certera, abría un vórtice por el que se colaban las otras fiestas que no habían ocurrido y que tampoco podrían llevarse a cabo. En lo que a todas luces era una pregunta retórica, infundida por un agradecimiento infinito a sus acompañantes de aquel día, bastaba una grieta, esa marca de desplazamiento que indicaba el adjetivo «posible», para volver mi lejanía más tangible que nunca.

Mi madre jamás emplea las palabras por casualidad; es lectora convencida y utiliza un vocabulario riguroso que huye de la exageración, evita la charlatanería y es producto de haber pensado los mismos términos muchas veces antes de decirlos. «Posible» fue, por tanto, un hecho premeditado y no un desliz, el único que hacía falta para embadurnar toda la conversación en un halo de sutil amargura. Lo imposible era que yo estuviera allí y apareciese en la foto soplando con ella esa llama del seis. Por otra parte, «posible» aportaba un dato estremecedor: la consideración de que todo lo acontecido desde que se produjo la separación familiar, hace ya diez años, mezclado con las causas que la propulsaron -esa historia de crisis, precariedad laboral, pérdida progresiva de derechos sociales- era irremediable.

Desde el año 2009 aproximadamente un millón de españoles han emigrado a otros países. Los ausentes no sólo vivimos privados del derecho al voto y otras formas de participación cívica en nuestro país, sino que se nos ha condenado a una inevitabilidad que nos torna «imposibles», tanto en las urnas como en los actos más cotidianos que construyen la educación sentimental de los ciudadanos: el cumpleaños de una madre. Otros países como Portugal han puesto en marcha un plan de retorno con ventajas fiscales del que se beneficiaron este año 1.500 personas. Este tipo de iniciativa no sólo contribuye a unificar familias, sino también al crecimiento económico -hemos seguido educándonos, hemos aprendido idiomas. En España, sin embargo, sólo existe un programa piloto de asesoramiento que, desde que fue inaugurado el pasado julio, apenas ha conseguido que regresen a su país de origen una veintena de emigrantes. Si bien se empieza, de manera embrionaria, a revitalizar el debate de qué hacer con el talento perdido, hasta ahora la conversación ha sido prácticamente inexistente, lo que indica un desdén hacia el colectivo que se fue y no volvió, así como la normalización de una crisis que para muchos supuso no sólo la constatación de una debacle económica, sino también la asunción de un desgarro vital.

Me gustaría regresar al reino de lo posible; sumarme a esos compañeros que tan amablemente le recordaron a mi madre que ya era una sexagenaria y que aquello, la vida prolongada y rodeada de afecto, era motivo de homenaje; pero esta vez sería sin ausencias, sin teléfonos ni voces entrecortadas, con palabras que dijeran precisamente lo opuesto de lo que ahora dicen.

*Escritora.